Análisis:EL ACENTO

Cambiar la vida por la fama

Parecía que habían pasado para siempre aquellos tiempos en los que se cambiaba un reino por un caballo o la primogenitura por un plato de lentejas. Y pasar, han pasado, sólo que la costumbre de realizar trueques disparatados se ha revelado imperecedera. Ahora no se trata de lentejas ni caballos, como tampoco de reinos ni primogenituras. Pero se puede seguir cambiando una vida corriente, con sus posibilidades y sus limitaciones, con sus grandezas y sus miserias, por un rato de fama. Así es, fama en su estado más elemental, fama sin motivo y sin otro contenido que el de ser famoso.

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Parecía que habían pasado para siempre aquellos tiempos en los que se cambiaba un reino por un caballo o la primogenitura por un plato de lentejas. Y pasar, han pasado, sólo que la costumbre de realizar trueques disparatados se ha revelado imperecedera. Ahora no se trata de lentejas ni caballos, como tampoco de reinos ni primogenituras. Pero se puede seguir cambiando una vida corriente, con sus posibilidades y sus limitaciones, con sus grandezas y sus miserias, por un rato de fama. Así es, fama en su estado más elemental, fama sin motivo y sin otro contenido que el de ser famoso.

Se cumplen ocho años desde que los reality shows irrumpieron en las televisiones españolas convocando a centenares de jóvenes dispuestos a exhibir no una habilidad, sino su simple condición de jóvenes. Cantar, bailar, convivir, pasar modelos, resistir el hambre y el frío han sido desde entonces una excusa cualquiera para estar ahí, plantados ante los telespectadores, ocupando cuotas de pantalla, adoptando poses de estrella rutilante cuando, al fin y al cabo, sólo brillaban en sórdidas galaxias de papel cuché. La invención televisiva ha ido perdiendo audiencia a medida que pasaba el tiempo y los productores se han visto obligados a aumentar las dosis de escándalo como último recurso. Podrán escasear los espectadores, pero siguen sin faltar los jóvenes dispuestos a inmolarse en la hoguera sin llama de los focos.

La última venganza de los reality shows contra quienes aceptaron alguna vez cambiar su vida por un rato de fama estaba por llegar. Si alguien pronuncia el nombre de Esaú, automáticamente se recuerda el gesto de quien cambió su primogenitura por un plato de lentejas. Y si es el nombre de Ricardo III el que se evoca, de inmediato viene a la memoria el rey que pidió un caballo a cambio de su reino. Por más que se repitan los nombres de Ismael, Koldo, Ania, Paula, Mayte o tantos otros, nadie los asociará con los jóvenes que hicieron un trueque disparatado. Los reality shows les cambiaron la vida, pero no les concedieron la fama que buscaban. Ni siquiera por un rato.

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