Crítica:PURO TEATRO

Días enteros en las ramas

Orella ha de luchar denodadamente en Tío Vania contra las interpretaciones de Suárez y Benavent marcadas por Alfaro, el director, y "que van en contra de la moral de Chéjov"

Carles Alfaro ha situado su Tío Vania del María Guerrero en una plantación africana y eso ha molestado a alguna gente. No creo que sea el problema. Se puede ambientar en cualquier parte, incluso contra una esquina anónima y desconchada, como nos demostró Veronese. No le va mal a la obra ese trasfondo de esclavitud y de invernadero claustrofóbico, sofocante, como el de Mrs. Venables en De repente el último verano. Hay en la obra rosas marchitas antes de florecer, como Sonia, y flores venenosas de perfume fatal, mareante hasta para ella misma, como Elena, y árboles que pudieron ser...

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Carles Alfaro ha situado su Tío Vania del María Guerrero en una plantación africana y eso ha molestado a alguna gente. No creo que sea el problema. Se puede ambientar en cualquier parte, incluso contra una esquina anónima y desconchada, como nos demostró Veronese. No le va mal a la obra ese trasfondo de esclavitud y de invernadero claustrofóbico, sofocante, como el de Mrs. Venables en De repente el último verano. Hay en la obra rosas marchitas antes de florecer, como Sonia, y flores venenosas de perfume fatal, mareante hasta para ella misma, como Elena, y árboles que pudieron ser magníficos pero tienen las raíces empapadas de alcohol, como Astrov, y enredaderas enloquecidamente dispersas porque no supieron hacia dónde crecer, como Vania. Y capullos, perdonen el mal chiste, enquistados en soberbia, como el profesor Serebriakov. La escenografía de Glaenzel y Cristià es impresionante, espectacular. Quizás un poco excesiva: a ratos dan ganas de alcanzarles un machete a los personajes para que se abran paso en ese laberinto de lianas y follaje. Y, ya puestos, dada la riqueza mobiliaria, conectar un ventilador algo más potente que el cacharrín que adorna el piano. Hablando de machetes, entre acto y acto hay un guiño tronante a El jardín de los cerezos: la barahúnda de árboles talados, desplomándose. La luz de acuario enfermo, de hoyo irremediable, diseñada por el propio Alfaro, es una maravilla. Y el vestuario, preciso y precioso, muy justamente empapado en sudor, de María Araujo. Y la trabajadísima traducción de Rodolf Sirera.

La función se la llevan tan guapamente Orella y Malena Alterio, que crecen y crecen a cada nueva intervención. La obra podría haberse llamado perfectamente 'Astrov y Sonia'

El problema de este Tío Vania tiene tres patas. La primera, cronológicamente hablando, es su despegue. Hay, en mi opinión, una ralentización excesiva: todo parece dos veces más lento de lo habitual. Lo tedioso en Chéjov es siempre el entorno, nunca los habitantes: sus cabezas, sus anhelos, sus sistemas nerviosos van a cien por hora, mientras la realidad que les envuelve se mueve a paso de tortuga anestesiada. No hay sensación de pesadez en el montaje, pese a que se pone en dos horas y media, pero tarda una ("de reloj", como suele decirse) en producirse la primera emoción rotundamente verídica, candente: el diálogo nocturno, confesional, entre Astrov y Sonia, a mitad del acto segundo. Hasta entonces hemos visto esporádicos destellos de verdad (María Asquerino en el breve rol de la madre: tiene cuatro frases pero las clava como mariposas en un corcho), composiciones externas (Sonsoles Benedicto, el aya Marina) y desafueros como el de un sobreactuadísimo Víctor Valverde (Serebriakov), que sirve un terror de madrugada de peli de Leon Klimovski. Malena Alterio (Sonia) todavía no ha centrado su sentimiento: lo anticipa, lo muestra unos segundos antes de que se produzca, como en una película desincronizada.

Astrov, el impecable (adjetivo alicorto) Francesc Orella ha de luchar, denodadamente, contra las otras dos patas del taburete: las interpretaciones de Emma Suárez (Elena) y Enric Benavent (Vania). Interpretaciones que, nunca me canso de subrayar este aspecto capital, les ha marcado el director. Emma Suárez es (y también subrayo esa esencialidad, porque la hemos percibido mil veces) sensualidad químicamente pura. Elena ha de exhalarla. Llámenle sensualidad, llámenle fulgor. Un aura que invade y trastorna toda la casa como un vendaval. Alfaro parece haber optado por la degradación del aura: prisionera de ese concepto, Elena se mueve y se comporta como una golfa de provincias, un mal bicho sin la menor intensidad, con una confusión adolescente que la emparenta con la Nina de La gaviota. Breve: cuesta creer que pierdan la cabeza por ella. Se le ve demasiado el trole, que diría un castizo. Y, tercer problema, todavía es más difícil comprender la pasión de ese Vania amanerado hasta lo inverosímil. Tal como lo interpreta Enric Benavent, uno acaba pensando si no andará colado por Astrov. O, quién sabe, hasta por el criado Teleguin (Emilio Gavira), que también aletea lo suyo. Pero lo que más me fastidia de esa Elena y ese Vania reimaginados por Alfaro es que van en contra de la moral de Chéjov. En su obra no hay retratos inmutables ni personajes de una pieza: ahí radica su modernidad. Su inmarchitabilidad, para seguir en lo floral. Esas criaturas decimonónicas son como nosotros, contradicciones ambulantes entre lo que sentimos y lo que decimos, entre lo que decimos y lo que hacemos. Por eso nos muestra también las plumas estremecidas por el miedo a la vejez y la muerte del pavo real Serebriakov. Que probablemente, incluso, esté convencidísimo de que vender la hacienda sea lo mejor para todos. Vania es patético, autocompasivo hasta la náusea, rencoroso, autodestructivo, grotesco, lo que ustedes quieran y más, pero debajo de todo ese pringue hay corazón, bondad, sacrificio, y una honradez traicionada, y una hondura que Alfaro parece empeñado en sofocar por razones que se me escapan: tan sólo alcanzamos a ver su complejidad, su estatura (y la de Benavent) en las escenas finales, en el estallido y en la exacta modulación ("hay que afinar ese piano") de su resignada desesperanza.

Así las cosas, la función se la llevan tan guapamente Orella y Malena Alterio, que crecen y crecen a cada nueva intervención: no hay una nota falsa en la embriagada lucidez de uno ni en el dolor sofocado y conmovedor de la otra. Lo mejor de Orella es que en ningún momento intenta que Astrov resulte "simpático"; lo mejor de Malena Alterio es que sus ojos no dejan de mirar a los otros: no hay ensimismamiento, hay una conexión constante. A juzgar por sus trabajos en este espectáculo, la obra podría haberse llamado perfectamente Astrov y Sonia.

A propósito de estupendas interpretaciones, les adelanto, para que vayan reservando entradas, el tema de la semana próxima: corran a ver a la gloriosa, desbordante, superlativa Carmen Machi en La tortuga de Darwin, de Juan Mayorga, que echan en La Abadía. No se ven recitales así todos los días ni todas las temporadas: una consagración de mil pares de narices.

Tío Vania. Teatro María Guerrero. Tamayo y Baus 4. Madrid. Hasta el 23 de marzo.

Emma Suárez y Enric Benavent, en el montaje de Tío Vania del Centro Dramático Nacional.FOTO: CRISTÓBAL MANUEL

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