Columna

El cofre del tesoro

A veces no hay nada más difícil de ver que lo que tenemos delante de los ojos. Hace unos años constaté este principio en una carretera de circunvalación de Nueva York. Era la hora punta de un martes laborable y gris que de repente se volvió negro para los miles de automovilistas cuando quedaron atrapados en aquella ratonera. Un camión de carga, que superaba la altura permitida, quedó literalmente encajado debajo de un puente. No había forma de avanzar ni de retroceder. Uno tras otro fueron llegando equipos de bomberos, patrullas de policía, una grúa, técnicos del ayuntamiento, periodistas, fot...

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A veces no hay nada más difícil de ver que lo que tenemos delante de los ojos. Hace unos años constaté este principio en una carretera de circunvalación de Nueva York. Era la hora punta de un martes laborable y gris que de repente se volvió negro para los miles de automovilistas cuando quedaron atrapados en aquella ratonera. Un camión de carga, que superaba la altura permitida, quedó literalmente encajado debajo de un puente. No había forma de avanzar ni de retroceder. Uno tras otro fueron llegando equipos de bomberos, patrullas de policía, una grúa, técnicos del ayuntamiento, periodistas, fotógrafos, una unidad del cuerpo de ingenieros. Sólo faltaban las damas del Ejército de Salvación, pero ni por esas. El camión no se movía ni hacia delante ni hacia atrás. Fue entonces cuando una niña de apenas 9 años que viajaba con su padre, levantó la cabeza de la game-boy con la que jugaba en el asiento de atrás y salió enfurruñada del coche, como si de repente juzgase que ya estaba bien de perder el tiempo. Se dirigió al jefe de bomberos y, tirándole de la manga de la chaqueta, le sugirió: "¿Y por qué no prueban a pincharle las ruedas?"

La expresión del jefe de bomberos era la de ese hombre que ha recibido el soplo de la revelación. Al bajar la presión de las ruedas, el camión descendió cuatro pulgadas y pudo pasar perfectamente bajo el puente. Ni que decir tiene que la fotografía de Allyson Jenkins, con flequillo rubio y aparato de ortodoncia incluido, fue reproducida al día siguiente por todos los rotativos de la ciudad como la pequeña heroína del puente. Norteamérica es así.

Pero esta dificultad para comprender lo más simple no es sólo atributo de los americanos. En nuestro país, sin ir más lejos, somos capaces de asumir grandes retos, pero no de salvar los obstáculos más elementales. Por ejemplo, hablando de la enseñanza, tenemos planes de estudio que parecen directamente elaborados en el planeta Alfa Centauro. Explíquenme si no, cómo puede haber profesores empeñados en que sus alumnos cacen al vuelo un hiperónimo o un oxímoron sin enseñarles antes a comprender lo que leen. Estamos formando una generación de pequeños gramáticos de 15 años completamente analfabetos. ¿De qué sirve que un chaval identifique un vocativo o un complemento circunstancial si no es capaz de entrar en el misterio de la amistad entre un muchacho y un pirata llamado Long John Silver? Ya va siendo hora de pincharle las ruedas a esta política educativa inflada y hueca que quedó atrapada bajo el puente del último informe PISA.

La enseñanza es algo demasiado importante para dejarla en manos de unos pedagogos iluminados. ¿Se fiarían ustedes de unos tipos que se empeñan en llamar al recreo "segmento de ocio" y a quienes se les llena la boca con expresiones como "planteamiento emergente" o "techo competencial"? Si las palabras huelen a rancio es que quienes las pronuncian están muertos. El idioma se parece al cofre de la Isla del Tesoro. En su interior se guarda la música de las palabras. Sin ella no hay sintaxis ni orden en el pensamiento. Quizá a ustedes les parezca un empeño menor tal como pintan los telediarios. Pero les aseguro que en este año que empieza no existe un desafío más urgente que desatascar de debajo del puente ese jodido convoy.

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