Columna

La otra vida

Quizá no deberíamos estar aquí. Es muy probable que haya un lugar, no muy lejos de nuestra ciudad, donde vivir mejor. A veces damos por hecho nuestro asentamiento como se asume sin vacilación la herencia de unos ojos azules o la pasión por un determinado equipo de fútbol. Sin embargo, ha llegado la hora de pararse a pensar si Madrid es la mejor fórmula para la felicidad.

De la misma forma que en los años sesenta muchos españoles emigraron a las grandes ciudades en busca de un trabajo más abundante y cualificado que el del campo o el mar donde nacieron, hoy sus hijos hacen el camino inve...

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Quizá no deberíamos estar aquí. Es muy probable que haya un lugar, no muy lejos de nuestra ciudad, donde vivir mejor. A veces damos por hecho nuestro asentamiento como se asume sin vacilación la herencia de unos ojos azules o la pasión por un determinado equipo de fútbol. Sin embargo, ha llegado la hora de pararse a pensar si Madrid es la mejor fórmula para la felicidad.

De la misma forma que en los años sesenta muchos españoles emigraron a las grandes ciudades en busca de un trabajo más abundante y cualificado que el del campo o el mar donde nacieron, hoy sus hijos hacen el camino inverso. Los treintañeros estamos abandonando las ciudades más importantes de España en busca de una vivienda más barata y un entorno más espacioso, saludable y bonito para nosotros y nuestros hijos. En el último año Madrid sólo ha incrementado su población en un 1,22% mientras que dos provincias limítrofes como Toledo y Guadalajara lo han hecho un 4% y un 5%, respectivamente. Hace años, para un madrileño, Segovia podía ser incluso el destino de su luna de miel, hoy es, fácilmente, la ciudad a la que regresa cada día después de trabajar en la capital.

Los lugares de nacimiento y la propia costumbre crean una dependencia insana

La mejora de las comunicaciones y en especial el AVE hacen que un habitante de Los Santos de la Humosa (en la frontera de la provincia de Madrid), Azuqueca de Henares (Guadalajara) u Ocaña (Toledo) se plante en cualquier punto del centro de la capital en 50 minutos, los mismos que tarda casi cualquier madrileño en superar el atasco diario que media entre su casa y su puesto de trabajo. Madrid es una metrópoli claramente congestionada, pero un éxodo similar a la periferia se está produciendo en ciudades más pequeñas como Barcelona o Sevilla (que incluso ha perdido habitantes en el último año) así como en otros países europeos. Los italianos, otros amantes de "la buena vida" como los españoles, también han comenzado a despoblar los grandes núcleos infestados de coches y turistas a favor de urbes medianas como la encantadora Bolonia.

En este principio de año, cuando nos formulamos los buenos propósitos de cada enero y hacemos balance del año concluido, quizá sea buen momento para replantearse huir de aquí. Los visitantes de otras provincias españolas no comprenden cómo los madrileños nos resignamos a hacer cola en los restaurantes, en los cines, en la panadería, en los baños públicos, en los probadores de Zara... Cómo estamos dispuestos a invertir tres horas al día en ir y volver del trabajo, cómo es posible que aceptemos vivir en 50 metros cuadrados y sin rastro del mar.

En pleno auge de la globalización, en un instante en el que se han volatilizado las fronteras en Europa y prácticamente entre los países del Primer Mundo, es lógico reflexionar sobre nuestros anclajes. Nuestra búsqueda de la plenitud ya no se basa en apuestas dramáticas e inamovibles. Hoy el trabajo, la pareja, los amigos o el sofá no tienen por qué ser para toda la vida. Nos reinventamos continuamente, cambiamos de look, de móvil, de coche o de banco sin ninguna dificultad ni remordimiento. ¿Por qué, entonces, no cambiar también de ciudad?

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Los lugares de nacimiento y la propia costumbre crean una dependencia insana. Esos familiares o amigos que nos visitan desde sus pueblos o sus pequeñas ciudades disfrutan de Madrid por un breve periodo, pero rápidamente notamos cómo sufren agorafobia, cómo añoran su calle estrecha, el saludo del charcutero, predecir el tiempo mirando al cielo. Y muchos madrileños, cuando acudimos a las aldeas o los reducidos municipios de nuestros padres y abuelos como hemos hecho estas navidades, gozamos de la vida ralentizada, del olor a leña, de las naranjas empolvadas, pero no tardamos en padecer el mono de Madrid, el ansia por el anonimato, por la amplia oferta gastronómica y de ocio, por coger de nuevo el coche.

Quienes aún no nos hemos mudado contamos con el impulso del nuevo año para hacerlo ahora pero, sobre todo, tenemos la oportunidad de trasladarnos voluntariamente, sin esperar a que la burbuja inmobiliaria ni el tren de alta velocidad nos empujen fuera de esta villa. Siempre será más fácil inaugurar una nueva vida con la ilusión y la confianza de haber elegido la alternativa y no obligados por las circunstancias. Quizá ganemos con un cambio o quizá no pero, en cualquier caso, merece la pena pararnos un segundo a repasar la ecuación de la felicidad.

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