Columna

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La única corona de la que me considero súbdita ferviente es la que llevan sobre la cabeza Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Como ellos lo saben, y saben que, aunque republicana, soy buena chica, este año me han echado una columna. Concretamente, la que estoy estrenando ahora mismo. Yo soy muy ansiosa para los regalos y tengo que estrenarlos enseguida, no vaya a ser que se evaporen antes de consolidarse. Ya sé que esta declaración no resulta elegante, pero qué le voy a hacer si ésa es mi tradición, la de la izquierda española, encadenada a gozos efímeros y pesares perpetuos, un tobogán...

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La única corona de la que me considero súbdita ferviente es la que llevan sobre la cabeza Sus Majestades los Reyes Magos de Oriente. Como ellos lo saben, y saben que, aunque republicana, soy buena chica, este año me han echado una columna. Concretamente, la que estoy estrenando ahora mismo. Yo soy muy ansiosa para los regalos y tengo que estrenarlos enseguida, no vaya a ser que se evaporen antes de consolidarse. Ya sé que esta declaración no resulta elegante, pero qué le voy a hacer si ésa es mi tradición, la de la izquierda española, encadenada a gozos efímeros y pesares perpetuos, un tobogán emocional que impulsa a los Gobiernos progresistas a la pusilanimidad maquillada de prudencia que resulta fatal a medio plazo. Porque las gentes de orden conocen bien esa debilidad, y la manejan como nadie para provocar desórdenes.

Es como un bucle sin fin, que no se acaba nunca. Decidida partidaria de las alegrías de este mundo, vuelvo a sentir en la nuca un aliento rancio, que se ha hecho familiar entre nosotros a golpe de Estado o, en su defecto, de urna. Me refiero al estrepitoso jadeo de una jerarquía católica ávida de poder temporal y poco dispuesta a sufrir en este valle de lágrimas. Me sorprende que algunos se sorprendan porque, hablando de tradiciones, la simonía es tan antigua como la mortificación que los obispos españoles ya no practican para ganarse el cielo. Parece que, a base de mortificarnos, pretenden que nos lo ganemos los demás. Yo, que no aspiro a tanto, me conformaría con que el año electoral que ahora empieza nos trajera unas gotas de felicidad laica, plebeya, terrenal, tan vulgar como todos los regalos que no sabe fabricar ningún rey, ni siquiera si es mago. Con ese deseo inauguro mi primera columna acostada, como aquellas donde firmaban los poetas románticos al visitar las ruinas de los templos clásicos.

Sobre la firma

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