Columna

El terremoto

Mañana entramos en el octavo año del nuevo siglo. Aunque por ahí anden personas que nacieron hace más de 100 años y están para pocas recordaciones, no deja de causar cierta perplejidad intelectual la indiferencia, apatía, casi desdén con que hemos cambiado de milenio. Objetivamente nuestro comportamiento es racional, acorde con la resignada reflexión del vengativo Don Mendo cuando, en sus prisiones, recordaba el aniversario del emparedamiento, refiriéndose al paso de los días: "Todos iguales para mí seréis / trece, catorce, quince y dieciséis...".

Mudamos de centuria, entramos en un sig...

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Mañana entramos en el octavo año del nuevo siglo. Aunque por ahí anden personas que nacieron hace más de 100 años y están para pocas recordaciones, no deja de causar cierta perplejidad intelectual la indiferencia, apatía, casi desdén con que hemos cambiado de milenio. Objetivamente nuestro comportamiento es racional, acorde con la resignada reflexión del vengativo Don Mendo cuando, en sus prisiones, recordaba el aniversario del emparedamiento, refiriéndose al paso de los días: "Todos iguales para mí seréis / trece, catorce, quince y dieciséis...".

Mudamos de centuria, entramos en un siglo cuyas maravillas e incógnitas nos llegan muy devaluadas. Hubo el desfasado tsunami que apenas fue un carraspeo telúrico y pienso que nos trae el futuro sin cuidado. Lo que tenga que pasar, ocurrirá, y estamos habituados a la aceptación de todas las maravillas, sin que se conmueva nuestra curiosidad. No hace ni 25 años que se popularizaron los teléfonos llamados digitales, unos mamotretos que servían para hablar con el prójimo lejano y como arma ofensiva o defensiva. Hoy caben en la palma de la mano, hacen fotografías sin carrete, envían mensajes, los archivan y su manejo es más sencillo para los menores de ocho años que para cualquier adulto. No digamos un viejo.

Mudamos de centuria, entramos en un siglo cuyas maravillas nos llegan muy devaluadas

Aunque en nuestra ciudad tenemos un barrio que se llama de Maravillas, hemos dejado de maravillarnos, ya no miramos al cielo, que es eso que está encima de los tejados. Durante unos días, cuando estén terminados, echaremos alguna ojeada a nuevas torres, inclinadas o verticales, pero casi nadie se acerca para contemplar, aprobar o criticar la terminada remodelación del Museo del Prado. Nadie mira hacia arriba, salvo para informarse, inútilmente, de la placa de una calle o el número de una casa. Ni si estamos en luna nueva o menguante, porque esa información nos la da el horario comercial que altera el perezoso y reiterado transcurso del sol sobre nuestras cabezas.

Los amaneceres en la ciudad se advierten no por la cautelosa llegada de la luz, sino por la persistencia del alumbrado que se convierte en puntos amarillentos sin brillo.

No pretendo escandalizar a mis contemporáneos por su despego hacia la astronomía, cuyas nociones eran conocidas por los campesinos y de las que todos teníamos noticias, adquiridas en la escuela o en el bachillerato, tan útiles para que los muchachos pálidos creyeran impresionar a las mocitas adolescentes, hablándolas de Orión, Aldebarán, Casiopea o el Carro, mientras intentaban, por lo general inútilmente, deslizar unos dedos entre los botones de la blusa. Hablo de los tiempos en que la contaminación lumínica hacía posible que la bóveda celeste fuese contemplada en las ciudades, o sea, la tira de años. Dudo que los niños actuales se interesen por la astronomía, que se ha quedado como una superespecialización para quienes pretendan seguir la carrera de pilotos espaciales. Se acabó lo moderadamente grande y lo moderadamente pequeño. No hay, o quedan pocos, microscopios escolares y el viejo anteojo marino es un elemento decorativo en la habitación devastada por un decorador.

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Dudo que haya muchos madrileños que sepan dónde está el Observatorio Astronómico. Yo mismo sigo creyendo que se encuentra en la esquina más meridional del parque del Retiro, donde pude verlo, hace más de 50 años en ocasión que alguna vez he comentado. Al final de una mañana invernal del año 1949, o aproximadamente, nuestra ciudad fue sacudida por un temblor de tierra de moderada intensidad. Se deslizaron las tazas en los vasares, tintinearon las arañas, se dibujó una raya quebrada en algún tabique frágil y osciló el líquido que hubiera en copas y vasos. Poco más, pero lo suficiente para que me encomendaran, como joven reportero, informar a los lectores del periódico donde trabajaba.

Conseguí llegar hasta la misma puerta del Observatorio, cuyo timbre oprimí repetidamente y hasta golpeé los cuarteles de madera con los puños. Al cabo de un buen rato, un viejo malhumorado me informó de que no había nadie más que él pues, a esa misma hora, se casaba la señorita Angelines, una empleada muy apreciada por sus compañeros.

El seísmo -lo recuerdo- alcanzó un siete en la escala de Richter. Sin desgracias personales, fue la comidilla de Madrid durante, al menos, cuatro días. Desde entonces, la mayoría ha dejado de mirar hacia arriba. Parece que, al menos el subsuelo sigue sólido, pese a la enorme cantidad de túneles y perforaciones que lleva sufriendo. Y lo que te rondaré, morena.

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