Reportaje:LA VERDAD DEL 11-M

El trayecto más largo

El dolor ha transformado la personalidad de muchas víctimas. El vacío les persigue

Cuesta trabajo creerlo, pero la tragedia del 11-M ha enseñado cosas también a los que la han sufrido más directamente. Lo dice José Luis Sánchez San Frutos, que perdió a su mujer aquel día, Marion Cintia Subervielle, francesa, de 30 años, y se quedó solo con la hija de 10 meses. "Desde aquello he aprendido a vivir". Lo que significa que se toma las cosas con calma, sin pasión, con una distancia desconocida. Y eso se nota en casi todo. Por ejemplo, en cómo ha aceptado una sentencia que le resulta un tanto incomprensible. "No entiendo la libertad de Antonio y Carmen Toro. Sé que tenemos un siste...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Cuesta trabajo creerlo, pero la tragedia del 11-M ha enseñado cosas también a los que la han sufrido más directamente. Lo dice José Luis Sánchez San Frutos, que perdió a su mujer aquel día, Marion Cintia Subervielle, francesa, de 30 años, y se quedó solo con la hija de 10 meses. "Desde aquello he aprendido a vivir". Lo que significa que se toma las cosas con calma, sin pasión, con una distancia desconocida. Y eso se nota en casi todo. Por ejemplo, en cómo ha aceptado una sentencia que le resulta un tanto incomprensible. "No entiendo la libertad de Antonio y Carmen Toro. Sé que tenemos un sistema garantista, pero me esperaba una condena". No lo dice con rabia, ni con rencor, porque José Luis Sánchez les perdonó a todos desde el principio. "Debo de ser muy cristiano en eso", bromea.

José Luis Sánchez aprendió a vivir. Ahora se lo toma todo con mucha distancia. "La vida es muy corta"
Ruth Rogado aceptó un empleo en la empresa de su padre. Es una forma de llenar el vacío que ha dejado en su vida

Ni siquiera estaba en Madrid cuando el juez Javier Gómez Bermúdez leyó la sentencia. La escuchó a retazos en la radio, mientras viajaba a Francia con su hija. "Hacían puente en su colegio y me la he traído a que vea a los abuelos", cuenta en conversación telefónica. Ellos, la familia francesa, lo han pasado muy mal, porque no tuvieron los apoyos que han tenido él o las restantes víctimas de la matanza. "Yo estoy bien. Tenía que ocuparme de mi hija y eso me ha obligado a afrontar la situación". Trabaja como procurador, lleva a su hija al colegio, sale de vez en cuando con los amigos. Hace una vida normal. Todo menos volver a la Biblioteca Nacional, donde trabajaba Marion como azafata. No puede ni mirar la fachada cuando pasa por delante, camino del Tribunal Superior de Justicia. "Me trae demasiados recuerdos", dice. Por lo demás, todo en orden. Los psicólogos que le trataron tienen que estar satisfechos.

Sólo que José Luis ya no es del todo él. La pérdida ha operado cambios profundos en su persona. Ha cambiado de intereses. La política, por ejemplo, ya no le apasiona. Antes había cosas que le ponían fuera de sí, ahora ni se inmuta. "La vida es corta y la puedes perder en cualquier momento".

Algo así le ha ocurrido a Yolanda Rzaca, una chica polaca de 31 años, atrapada en la misma tragedia. En su vida anterior, Yolanda era feliz con su marido, Wieslaw, de 34 años, y su hija de nueve meses, Patricia. No les sobraba el dinero, desde luego, por eso emigraron a España. Ella limpiaba casas en Madrid, él trabajaba en la construcción. El 11-M, los tres viajaban en uno de los trenes de la muerte. Yolanda sufrió heridas graves, que requirieron muchos días de hospital y varias operaciones. Cuando empezaba a recuperarse le dieron la noticia: su hija y su marido habían muerto. Punto final. La vida de Yolanda Rzaca terminó ahí, en cierto modo. Y empezó otra nueva, llena de recuerdos, pero más pobre emocionalmente y más difícil.

"Lo ha pasado muy mal, por las heridas físicas y por el dolor de quedarse sin su marido y su hija", cuenta su hermana, Katy, con la que comparte piso en Madrid. Yolanda va a Polonia siempre que puede. Por el puente de Todos los Santos le han dado permiso en el hospital de niños de la Cruz Roja donde trabaja ahora, y ha volado a Cracovia. Aunque Yolanda ya no es la misma desde aquel día de marzo. Es como si se hubiera reencarnado en un yo que se le parece, pero que vive inmerso en un paisaje personal diferente. Un yo que tiene además el lastre de la memoria.

Lo único que permanece de la Yolanda de antes del 11-M, además de las tumbas de Cracovia y de la familia polaca, es el vínculo con Katy, y con sus sobrinos, de cinco y seis años de edad. Antes, ella era la hermana mayor; ahora es Katy, un año más pequeña, quien la cuida y protege. Es Katy la que intentará explicarle la sentencia de un juicio que se le ha hecho interminable. "No sé que le voy a decir. No entiendo que sólo hayan condenado a tres personas. Al final, creo que no vamos a saber nunca lo que pasó". Katy, la hermana de la víctima del 11-M, se alegra de que el juez haya pensado en las indemnizaciones: "El dinero no cambia nada, pero así Yolanda no tendrá que trabajar tanto como lo ha hecho cuando se encontraba mal".

Para las familias, compartir la vida con un afectado por la tragedia no debe de ser fácil. "Con ninguno de los que sobrevivimos", dice Jesús Ramírez, ocupante del tren que estalló en El Pozo. Ahora se encuentra más o menos recuperado, después de cuatro operaciones, aunque tiene alojada en el cuerpo metralla de aquellas bombas. Ramírez, de 53 años, reconoce con objetividad que vivir con él puede ser un calvario. Se le olvidan las cosas, las citas, los recados, no tiene ilusión por casi nada. "Llevo perdidos tres o cuatro pares de gafas en los últimos meses", dice.

Ramírez es vicepresidente de la Asociación 11-M Afectados por el Terrorismo. Da charlas, conferencias, atiende a la prensa y procura no faltar a las reuniones. De la sentencia habla con prudencia. "Son más de 700 folios, creo yo que los magistrados merecen un respeto. Habrá que esperar a leerla a fondo y enterarse bien de lo que dice".

A Rosa María Ventas, superviviente del atentado, la sentencia no parece inquietarle. "No he seguido casi el juicio. No quería suspender nada de mi vida cotidiana. Mis hijos son lo primero". Con o sin condena a los culpables, sabe que nadie puede cambiar los hechos. "Viviré siempre con ese recuerdo", dice. Todos los días, al subirse al mismo tren para ir a su trabajo, se acuerda de lo que vio y sintió aquel 11 de marzo. Claro que ahora tiene 46 años, quizá cuando se haga mayor consiga olvidar.

Olvidar es justamente lo que no quiere Ruth Rogado. Para ella, el juicio y esa primera sentencia no son más que el comienzo en la larga batalla contra los asesinos de su padre. "Le quería mucho y le sigo queriendo", dice sentada en el salón de su casa. Tanto le quería, que aceptó la oferta de empleo que le hizo la compañía de seguros donde trabajaba él, Ambrosio Rogado, muerto a los 54 años en el tren que estalló en la calle de Téllez. "Yo no habría podido. Admiro a mi hermana por eso", dice Rubén, el pequeño de la familia, de 25 años. Claro que Ruth es diferente, ella cree que su padre no se ha ido del todo. Por eso le gusta levantarse todas las mañanas en su casa de Rivas-Vaciamadrid y encaminarse a la calle de Fortuny, en Madrid, y tomar asiento ante el ordenador, cerca del despacho que ocupaba su padre. Es casi un ejercicio de amorosa suplantación, ocupar el espacio vacío de Ambrosio Rogado. Es como si ya no fuera únicamente Ruth. "He cambiado mucho después del 11-M", asegura. Como casi todas las víctimas, ha aprendido a no involucrarse demasiado en lo que no vale la pena. Ha aprendido también que la vida puede ser difícil. Aunque Ruth, y Yolanda, y Katy, y José Luis Sánchez San Frutos hubieran preferido seguir como en sus vidas anteriores. Vivir en la ignorancia.

El Bosque de los Ausentes, instalado en el parque del Retiro de Madrid, donde se recuerda a las víctimas del 11-M.GORKA LEJARCEGI

Archivado En