Editorial:

Mancha vergonzosa

La siniestralidad laboral española es uno de esos problemas enquistados que nos distancian vergonzosamente de las sociedades europeas, a pesar de que existe un diagnóstico cierto sobre sus causas y un repertorio razonable de soluciones eficaces para acabar con ella. Los agentes sociales y el Gobierno insisten en firmar acuerdos de colaboración para acabar con el cáncer de los accidentes de trabajo; el último, el protocolo que han suscrito la semana pasada los ministerios del Interior y de Trabajo, la Fiscalía General del Estado, el Consejo General del Poder Judicial y los sindicatos UGT y CC O...

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La siniestralidad laboral española es uno de esos problemas enquistados que nos distancian vergonzosamente de las sociedades europeas, a pesar de que existe un diagnóstico cierto sobre sus causas y un repertorio razonable de soluciones eficaces para acabar con ella. Los agentes sociales y el Gobierno insisten en firmar acuerdos de colaboración para acabar con el cáncer de los accidentes de trabajo; el último, el protocolo que han suscrito la semana pasada los ministerios del Interior y de Trabajo, la Fiscalía General del Estado, el Consejo General del Poder Judicial y los sindicatos UGT y CC OO. Pero el hecho es que los accidentes continúan produciéndose y las muertes siguen manchando la crónica laboral española. Hasta el mes de julio se han contabilizado 493 muertes, que si bien significan el 12% menos que en el mismo periodo del año anterior, todavía son demasiadas para una sociedad con las condiciones de desarrollo económico, legal y laboral de España.

Si el Gobierno no actúa como si los accidentes laborales fueran una emergencia social, estará cometiendo un grave error. Las autoridades están obligadas a transmitir a las empresas y a los trabajadores el mensaje terminante de que los incumplimientos en materia de prevención de accidentes serán castigados de forma ejemplar, para que todos los implicados sepan a qué atenerse. Para aplicar la política del rigor, la Administración tiene que invertir dinero en aumentar el número de inspectores de trabajo, mejorar su formación y reforzar su independencia. Salvo repetidas declaraciones de buenos deseos, no se aprecia en el Gobierno un esfuerzo en esta dirección. Las empresas que incumplan sus obligaciones -y que no las hagan cumplir a sus trabajadores- o no se responsabilicen de la seguridad en las subcontratas no sólo tienen que ser perseguidas, sino que además deben ser excluidas de la contratación pública y sus nombres difundidos.

Las normas sancionadoras tardan en ser efectivas. Requieren que la maquinaria burocrática funcione a pleno rendimiento. Deberían aplicarse también estímulos, incentivos económicos encaminados a erradicar la siniestralidad. Las empresas que cuidan la seguridad merecen compensaciones, al menos mientras se reduce el coste en vidas, en salud y en horas perdidas. El problema es que todas estas políticas, las del palo y las de la zanahoria, no están hoy claramente definidas en un plan riguroso que capte la atención de la sociedad y ponga la negligencia en su lugar: un delito que no debe quedar impune.

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