Reportaje:OFICIOS Y PERSONAS: JOSEP MARIA SANABRE | Odrero

"Bebemos vino, a la cerveza la llamamos birria"

Hace odres y botas desde los 14 años, pero se gana la vida conduciendo un taxi

Su taller es una patria de alquiler. Josep Maria, de 60 años, no ha conseguido nunca comprar el pequeño local de Gandesa (Terra Alta) en el que transforma la piel de cabra en odres y botas. Sólo tenía ocho años cuando su padre, Ignacio Sanabre, le empezó a enseñar aquí, con inmensa paciencia, el oficio de odrero. "A los 24, ya lo sabía hacer todo". Ambos cortaban, curtían y cosían ese material de textura tan suave. En este mismo lugar oscuro y antiguo, guarda fórmulas y proporciones secretas con celo de alquimista.

Lo ha tenido que compaginar durante 40 años con el de taxista porque los...

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Su taller es una patria de alquiler. Josep Maria, de 60 años, no ha conseguido nunca comprar el pequeño local de Gandesa (Terra Alta) en el que transforma la piel de cabra en odres y botas. Sólo tenía ocho años cuando su padre, Ignacio Sanabre, le empezó a enseñar aquí, con inmensa paciencia, el oficio de odrero. "A los 24, ya lo sabía hacer todo". Ambos cortaban, curtían y cosían ese material de textura tan suave. En este mismo lugar oscuro y antiguo, guarda fórmulas y proporciones secretas con celo de alquimista.

Lo ha tenido que compaginar durante 40 años con el de taxista porque los odres y las botas no dan para vivir. Tampoco su padre pudo ganarse la vida exclusivamente con el negocio: trabajaba para el Ayuntamiento, tocaba el clarinete en la orquesta La Talismán y, además, era sacristán.

"¡Mira que hacía cosas mi padre!", exclama admirado el odrero de Gandesa al recordarlo. Encendía y apagaba las luces del pueblo todos los días, cambiaba las bombillas que se iban fundiendo y, por la tarde, después de comer, le daba cuerda al reloj de la torre. Gracias a eso, la familia tenía la casa, el agua, la luz y un seguro médico.

Los odres, que les alquilaban los recaderos para transportar agua, vino o aceite, se dejaron de utilizar cuando empezaron a fabricarse bidones de plástico y metal. Las botas de vino las compraban mucho los camioneros para llevarlas colgadas en la cabina. Eran otros tiempos. Hoy "el vino está en las últimas por el tema de la carretera". Sin razón, asegura Josep Maria: "El vino es un alimento. Los borrachos, en mi tiempo, bebían carajillos".

Aunque conserva medio centenar de odres en su tienda, apenas vende uno al año. Por 100 euros. Se los van pidiendo gente que tiene casas rústicas y quiere guardar el vino en este recipiente.

Las botas de vino se hacen en un par de días y se venden por unos 30 euros. "A veces las compran jóvenes para ir al fútbol porque no les dejan entrar botellas ni latas". Por nada del mundo, acepta Josep Maria revelar las fórmulas y los productos que utiliza para curarlas y que puedan después engordar con el mejor vino.

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Las gentes de la Terra Alta veneran el fruto de la vid: "Aquí, como bebemos vino, a la cerveza la llamamos birria, porque le hace la competencia". Lo custodian en edificios, que son definidos como catedrales del vino, edificios modernistas de gran belleza.

El proceso de elaboración de los odres o las botas también es un arte: "Difícil, pero muy bonito". Comienza comprando al pastor la piel de la cabra. "Toca, toca qué suave es. Los zapatos italianos mejores del mundo son de piel de cabra", afirma el artesano. El odrero comienza quitándole la grasa a esa materia prima de calidad con unos aperos de acero. Después deja la sal durante unos días. A continuación, pica corteza de pino.

Y el broche final. El odrero de Gandesa saca de algún rincón de la tienda una vieja plantilla de madera, la misma que usaba su padre, con forma de corazón desgastado, y la coloca sobre una piel de cabra que previamente ha desplegado sobre el suelo del taller. Después, siluetea, recorta, dobla el corazón de piel por la mitad y ahí está la forma de la bota. El resultado son unos recipientes suaves, con vocación de ir pasando de mano en mano, como una pipa de la paz. Al empinarlos, ofrecen una alegría líquida que, para ser auténtica, ha de ser siempre compartida.

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