Análisis:Puro teatro | TEATRO

El arte íntimo de Gonzalo Cunill

GONZALO CUNILL se abre paso en mitad del ruido y se hace escuchar. Su cofrade Jan Lauwers dijo una vez: "El arte sirve para detener el presente, la actualidad. Para crear momentos de reposo y dejar atrás la confusión". Bien, eso es lo que hace Cunill: gran arte. El arte de abrir una ventana en nuestro tiempo, exterior, ajetreado, caótico, y llevarnos al suyo, esencialmente interior. Inventar un círculo de intimidad en el escenario. Cunill llegó a España a principios de los noventa. Trabajó en Madrid unos años, sobre todo con su compatriota Rodrigo García. Luego, creo, se fue a Holanda; ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

GONZALO CUNILL se abre paso en mitad del ruido y se hace escuchar. Su cofrade Jan Lauwers dijo una vez: "El arte sirve para detener el presente, la actualidad. Para crear momentos de reposo y dejar atrás la confusión". Bien, eso es lo que hace Cunill: gran arte. El arte de abrir una ventana en nuestro tiempo, exterior, ajetreado, caótico, y llevarnos al suyo, esencialmente interior. Inventar un círculo de intimidad en el escenario. Cunill llegó a España a principios de los noventa. Trabajó en Madrid unos años, sobre todo con su compatriota Rodrigo García. Luego, creo, se fue a Holanda; entró en la Needcompany de Jan Lauwers y viajó por el mundo. En 1999 aterrizó en el Grec, invitado por Albertí. Representaba Morning Song y Calígula. Era un Calígula insólito: un perdedor. Un perdedor sarcástico, fatigado. Y peligrosísimo, porque se creía Dios. Cuatro años más tarde se instaló en Barcelona y siguió haciendo papeles de perdedor. De perdedor invicto, es decir, de los que al final siempre ganan por puntos. El físico le acompaña. Y la voz, y la mirada, y la posición del cuerpo. En una película de gánsteres estaría muerto desde el primer fotograma, pero nos diría las cosas que sólo saben decir los cadáveres de permiso. Estaría perfecto, por ejemplo, en el papel de William Holden en Sunset Boulevard. Nadie o casi nadie le repartiría ese papel, porque parece un pequeño boxeador, un peso pluma con piernas de bailarín, acero en los puños y mercurio en la cabeza. Fue un boxeador condenado pero invicto en Greus qüestions, de Eduardo Mendoza. Y consiguió, entre otras cosas, hacerme entender a Rodrigo García en su monólogo de Goya. Entenderle como gran escritor tragicómico, como un Palahniuk porteño.

Hablando de nacionalidades: a poco de llegar a Barcelona, Gonzalo Cunill adquirió un remoquete. En casi todas las reseñas decíamos "el gran actor argentino Gonzalo Cunill". Eso empezó con Calígula (le dimos el Premio Especial de la Crítica) y lo repetimos, todavía más alto, cuando protagonizó El oficiante del duelo, la obra maestra de Wallace Shawn. Carlota Subirós tuvo el olfato de juntar en un solo personaje al boxeador, al perdedor invicto, sardónico y fatigado, y al cadáver de permiso y al perro y al zorro que asoman tras su nariz y sus ojos. Este verano, Cunill ha vuelto al Grec por partida doble: King, de John Berger, y El perseguidor, de Julio Cortázar. Ha vuelto a ser perro a las órdenes de Carlota Subirós.

King es un Flush de los suburbios. "Quizás un perro que se cree hombre, quizás un hombre que se cree perro", según su autor, John Berger. Cunill firma también la adaptación del texto, que se estrenó en la Nave Kropotkin, en una antigua fábrica de Salt, en Temporada Alta, y el pasado julio recaló en los sótanos de la Biblioteca de Catalunya. King es el guía de los vertederos de Saint Valéry, una Villa Miseria. Un contenedor de desheredados, de "caídos fuera del sistema". Es un buen texto, pero demasiado largo, y con demasiadas incrustaciones retóricas, dentro y alrededor. Alrededor hay ocho figurantes, personajes mudos que cruzan el espacio y distraen con acciones impostadas. No hacen ninguna falta. Dentro hay, a ratos, una poética del miserabilismo que roza la ñoñería, y afirmaciones tan rotundas como dudosas. "El odio que los fuertes sienten hacia los débiles cuando éstos se acercan más de la cuenta", dice Berger, "no existe entre los animales".

Se conoce que nunca ha tenido una manada de perros. O de gatos. También hay, por suerte, metáforas precisas, concretas ("una cara dormida nunca tiene la misma edad que despierta") o bellamente inusitadas, como ésta: "Unos labios rojos y grandes como el hígado de una vaca". Uno se queda a escuchar King, en buena medida, por la intimidad instantánea que sabe crear Gonzalo Cunill. En su arte no hay "captatio benevolentiae", sino complicidad sin súplica. No debe de ser fácil actuar a su lado, porque su trabajo corroe cualquier composición. Entiendo por composición el arte que "se esfuerza", o que busca el lucimiento, o que está mal respirado. Ése es el caso del actor magrebí Abdelaziz el Mountassir, que interpreta a su amo, Vico, y que no es, todavía, un buen intérprete: falla la dicción y falla la emoción, excesivamente sentimental.

También es composición, pero de mucha mayor altura, la de Pedro Gutiérrez, el actor que se arriesga a interpretar a Charlie Parker en El perseguidor, de Cortázar, adaptado por Andreu Martín y dirigido por Lourdes Barba, en la sala Muntaner, con el respaldo musical del cuarteto de Dani Nel.lo (espléndido, pero, a mi juicio, un poco redundante). Gutiérrez ha de luchar contra la triple sombra de Parker: el Parker mitológico, el icono que relumbra en todas las carátulas; el Parker que imaginó y nos hizo imaginar Cortázar (o sea, Johnny Carter), y el que interpretó Forrest Whitaker en Bird como un gigante sudoroso y sonámbulo, o desvelado por el dolor.

Pedro Gutiérrez, pues, ha de indagar en otras direcciones, y construye un Johnny Carter con fuerza pero muy desorbitado, con emociones artificiosas (su risa, por ejemplo) y, a la postre, muy danzado: una bella metáfora conceptual para evocar el vuelo de su música, pero que choca con la realidad física del cuerpo de un yonqui. A diferencia de Cunill, Gutiérrez tiene el cuerpo y la autoridad de un campeón del peso welter, y con ese perfil es dificilísimo dar el constante abejeo mental del personaje. Salvo cuando llega el round más peligroso, cuando Carter enmudece tras la muerte de Bee, su hija, y el actor ha de expresar su absoluto desvalimiento con la mirada, una mirada a caballo entre la ferocidad de Miles y el estado de alerta de Coltrane. El problema con Cunill, que interpreta a Bruno, el narrador, el crítico de jazz, la liebre que persigue al tigre, es lo que comentaba más arriba: bastaría con su evocación para que viéramos a Johnny Carter. Hoy por hoy, su único defecto es una cierta tendencia a igualar los patrones rítmicos y a tirar un poco hacia abajo sus tonos. Un rol de comedia podría venirle muy bien.

Archivado En