Columna

miércoles, Jueves, viernes

El miércoles, que es el día que sale la revista El Jueves, fuimos a Las Ventas al concierto de Björk. Mi rechazo a pisar semejante lugar se alternaba con el argumento de que darle otro uso sea un ejemplo que con el tiempo sustituya al crimen que allí se practica, apoyado por las más altas instancias del Estado y contra el que ningún juez ordena secuestro alguno. Pero el mal rollo que rezuma el recinto empezó en la barra del bar. Durante los conciertos, que se celebran allí desde hace dos años, no se sirven bebidas alcohólicas, ni siquiera cerveza; durante las corridas de toros, sí. Es d...

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El miércoles, que es el día que sale la revista El Jueves, fuimos a Las Ventas al concierto de Björk. Mi rechazo a pisar semejante lugar se alternaba con el argumento de que darle otro uso sea un ejemplo que con el tiempo sustituya al crimen que allí se practica, apoyado por las más altas instancias del Estado y contra el que ningún juez ordena secuestro alguno. Pero el mal rollo que rezuma el recinto empezó en la barra del bar. Durante los conciertos, que se celebran allí desde hace dos años, no se sirven bebidas alcohólicas, ni siquiera cerveza; durante las corridas de toros, sí. Es decir, el público de un espectáculo pacífico es peligroso; el público de la violencia, no. Muy razonable. Sentados después en unas gradas de piedra pelada que nos destrozaron el culo (¿qué creerían los violentos que íbamos a hacer los pacíficos con las almohadillas retiradas?), veíamos pasar al mozo de los refrescos como quien despierta en una película de esa España de charanga y pandereta que antaño denunciara Serrat, el que tanto disfruta ahora viendo matar. Alguien ha interpretado los estandartes que colgaban del escenario de la islandesa, estampados con dibujos de animales, como un guiño crítico con las corridas, pero, de ser cierto, resultó apenas un parpadeo que no hacía explícita su intención. La plaza de toros resultó, como no es de extrañar dada su naturaleza, un espacio absurdo, incómodo, ofensivo, inadecuado para un concierto.

El jueves nos fuimos al Pardo. Comimos en La Quinta, a la sombra de una gran encina, y después paseamos por ese monte que es un milagro casi urbano sobre el que aún planea, inevitable, la sombra del dictador. Una sombra negra que se torna verde-militar, verde-caza. Después del café, vimos un gamo. Pasamos largo rato contemplándolo, él quieto a pocos metros de la valla a la que pegábamos el cuerpo para encajar los ojos en los huecos del metal. Estábamos fascinados. Él permanecía tranquilo, observándonos también, majestuoso, sosteniendo con elegancia la cornamenta que surgía de su cabeza como si fueran ramas de un árbol estrambótico. Daban ganas de abrazarlo, de acariciarle el lomo, de sonreír con él. O de verle alejarse sin cautela ni prisa y volver la cabeza para comprobar si seguíamos ahí. Es presencia extravagante, ese precioso animal es con frecuencia abatido a tiros por personas que disfrutan con semejante crimen, practicado y fomentado por las más altas instancias del Estado y contra el que ningún juez ordena secuestro alguno.

El viernes, sin embargo, se produjo el secuestro de la revista El Jueves. El juez Del Olmo y el fiscal Conde-Pumpido, que no encuentran delito en torturar y asesinar a un animal, consideraron delictivo un dibujo satírico. Nos hemos reído mucho con el empuje publicitario que tal hecho ha supuesto para una publicación encomiable, merecedora de más lectores, pero la medida es un escándalo intolerable en una democracia. Claro, una democracia en la que ciertos ciudadanos son impunes e intocables, ya sea con la punta de un lápiz.

¿Qué fue, exactamente, lo que no gustó a los justicieros? ¿Que el dibujo criticara el modus vivendi de la familia real o que los herederos del modus aparecieran operandi? Si fuera lo segundo, pecaría de la hipocresía más puritana y ridícula: la diferencia entre un zángano libando una flor y dos personas fornicando. Como se trata, creo, de lo primero, constituye una prueba evidente de que nuestra libertad de expresión, recogida en la Constitución como un derecho fundamental, acaba donde comienza la nómina regia. Y aunque esa libertad sea ejercida a través de un humor cuya fortuna no ha de pasar de ser una cuestión de mero talento para la caricatura.

En cualquier caso, ordenar el secuestro de una revista, cuando existen las vías legales para, si procede, imputar a sus responsables de un presunto delito, es tan inconcebible que nos demuestra que lo de la familia real es mucho más peligroso de lo que pensábamos. ¿Puedo decir esto o me la juego? ¿Y por qué ha dicho tan poco el Gobierno? ¿Creen que podemos creer que su reacción hubiera tan silenciosa o tibia si el secuestro de El Jueves se hubiera producido durante el Gobierno anterior? Luego dirán de Anasagasti. Y ellos, los de la familia, ¿no se avergüenzan de ser intocables, de no estar sujetos a la crítica, de que en su moderno reino se produzcan secuestros de dibujos? ¿Por qué no dicen algo?

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