Editorial:

La Rusia del siglo XXI

Desde el entierro del zar Alejandro III en 1894 no se veía nada igual; un jefe -ex jefe, en este caso- del Estado, ayer soviético, hoy de nuevo ruso, al que le daban tierra con las solemnísimas y recargadas honras fúnebres de la Iglesia ortodoxa. Borís Yeltsin, presidente de la Federación de Rusia desde 1991, a la muerte de la URSS, hasta su dimisión en 1999, cuando era medio despojo físico de alcohol y mundanidad, ha tenido ese honor o ha muerto en esa circunstancia.

El elogio funerario, pronunciado por un alto prelado, y el juicio público, que ha acompañado su desaparición, han sido d...

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Desde el entierro del zar Alejandro III en 1894 no se veía nada igual; un jefe -ex jefe, en este caso- del Estado, ayer soviético, hoy de nuevo ruso, al que le daban tierra con las solemnísimas y recargadas honras fúnebres de la Iglesia ortodoxa. Borís Yeltsin, presidente de la Federación de Rusia desde 1991, a la muerte de la URSS, hasta su dimisión en 1999, cuando era medio despojo físico de alcohol y mundanidad, ha tenido ese honor o ha muerto en esa circunstancia.

El elogio funerario, pronunciado por un alto prelado, y el juicio público, que ha acompañado su desaparición, han sido del género, básicamente, compasivo, no sin reconocer con plena justicia sus muy notables logros. Los ex presidentes estadounidenses Clinton y Bush padre, media docena de líderes de países de la extinta URSS, entre otros -por España, la presidenta del Tribunal Constitucional-, asistieron a una ceremonia que no constituyó un fenómeno de masas, pero sí congregó a unos miles de personas al paso del armón que conducía el cadáver desde la catedral de Cristo Salvador, no a las murallas del Kremlin como había sido costumbre, sino al cementerio de Novodévichi, donde el primer presidente de la Rusia independiente del siglo XX recibió sepultura con honores también militares.

Hasta aquel a quien dejó cesante, Mijaíl Gorbachov, último presidente soviético, tuvo palabras de condolencia. Y el sucesor de Yeltsin, e inicialmente su apadrinado, el hoy presidente Vladímir Putin, había dicho el día anterior que Yeltsin abrió al mundo "una Rusia nueva y democrática", aunque en vida del ex jefe de Estado le hubiera achacado la desintegración de la URSS -lo que no es falso-, pero añadiendo que había sido "una catástrofe nacional".

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El país es hoy otro, aunque la democracia, que sin duda se alumbró bajo Yeltsin, dista de ser un bien consolidado con Putin. La obra del fallecido puede verse a fogonazos, a tenor de los que se le juzgará de formas muy distintas. Si hablamos de libertades, mérito y progreso; si miramos a la construcción del Estado y a la justicia social, mucho menos, tanto como el clan de los Yeltsin supo enriquecerse mientras el patriarca reinaba, más que gobernaba. Pero hoy Rusia es un Estado en marcha con un futuro que sus inmensas riquezas naturales hacen más que esperanzador. Y todo ello algo tiene que ver, y quizá mucho, con Borís Nikoláievich Yeltsin, muerto el lunes en Moscú a los 76 años de edad.

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