Columna

Saura, Carpentier y Fraga

Conozco a Antonio Saura desde hace unos 40 años y escribo en presente porque los amigos no desaparecen; siguen presentes en mi corazón, lo mismo que si estuvieran viviendo en otro continente. En 1974, Antonio me obsequió con un dibujo original para la portada de mi libro Después de Franco, España. Mejor dicho, con dos: el primero, como un pampo, lo envié por correo al editor. Por supuesto, se perdió, y con toda generosidad Saura me regaló otro. Entonces mandé hacer un contratipo y así no se extravió.

Por cierto, yendo de rama en rama: este libro se editó en Francia justo el día d...

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Conozco a Antonio Saura desde hace unos 40 años y escribo en presente porque los amigos no desaparecen; siguen presentes en mi corazón, lo mismo que si estuvieran viviendo en otro continente. En 1974, Antonio me obsequió con un dibujo original para la portada de mi libro Después de Franco, España. Mejor dicho, con dos: el primero, como un pampo, lo envié por correo al editor. Por supuesto, se perdió, y con toda generosidad Saura me regaló otro. Entonces mandé hacer un contratipo y así no se extravió.

Por cierto, yendo de rama en rama: este libro se editó en Francia justo el día de la muerte del dictador, pero durante cinco meses no se pudo publicar en España. Cuando más o menos se levantó la veda, Felmar, el editor, organizó una presentación en el Europa Building de Madrid. Estaba yo en la redacción de Triunfo cuando recibo un telefonazo de Felmar: el acto ha sido prohibido por las autoridades. Sin pensarlo más llamo a Fraga Iribarne, a la sazón ministro de la Gobernación, y al que le habíamos enviado una invitación para asistir a dicha presentación. "¡Hombre, villalbés ilustre!" - que así me llama, como si el ilustre no fuera él - "¿Ha venido a la presentación de su libro?" "Sí, don Manuel, y lo llamo para que no se moleste usted en ir: Ha sido prohibida". "¿Y quién la prohibió?" "Pues supongo que usted". "Eso lo arreglo inmediatamente", y plaf, colgó. A los diez minutos me llamó el editor para decirme que todo estaba solucionado.

Vuelvo a Antonio Saura. Nos veíamos a menudo en cenas privadas con Alejo Carpentier, y viajamos a Cuenca, La Habana y Niza. Cuando el Festival del Libro de esta ciudad, los llevé a visitar el museo de autómatas de Montecarlo. Bastó con que el autor de Concierto barroco entrara en el museo para que, como por arte real maravilloso, la infinidad de cajas de música, títeres, marionetas, maniquíes y polichinelas adquirieran luz, sonido y movimiento.

Mas tarde Carpentier quiso volver a Cuenca. Había estado alli 40 años antes en compañía de Wifredo Lam. De Cuenca fuimos a Minglanilla, donde una campesina les había dicho a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillén, a Octavio Paz, a Pablo Neruda, a los intelectuales que en 1937 iban de Valencia a Madrid para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas: "¡Defiéndannos ustedes, que saben leer y escribir!" Se le humedecían los ojos cuando nos lo contaba.

Sin Carpentier, pero con Antonio Pérez y Merceditas, la esposa de Saura, asistimos a una misa gregoriana en Solesmes y visitamos la catedral de Chartres. Mercedes, la cubanita, tenía la mente siempre en el barrio habanero de La Víbora. Al regresar a París, tras dos días caminando, hablando y viendo el rosetón y el laberinto de la catedral de Chartres, nos preguntó, como si emergiera de un sueño: "¿Pero no vamos a Chartres?"

Yo tuve una casa en Cuenca durante 25 años frente a la de Saura; en realidad, la compré (muy barata), porque él me animó. A su lado estaba la del también famoso Antonio Pérez, de Ruedo Ibérico, y su Fundación Actual, y eso fue un aliciente más. Después supe que Antonio no quería que Cuenca se convirtiera en un ciudad turística, vacía de sus habitantes. En esto era contradictorio, porque a la vez dibujaba carteles para la Semana Santa. En fin, para no cansarles, él insistió ante Lilia Carpentier para que se crease la cátedra de su marido en la Universidad compostelana (aunque hubiera bastado con las gestiones de Neira Vilas), y yo le organicé una exposición antológica en la galería Abraxas, de Euloxio Ruibal.

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En los últimos años de su vida lo seguí en las gestiones destinadas al montaje de su Fundación, que le ofrecía la ciudad de Cuenca. Andaba, cierto es, un tanto malhumorado por la lentitud de las obras en la mansión que habría de albergar sus cuadros, y por la rapidez de su enfermedad. Pero jamás puso en entredicho el proyecto. Me lo acaban de confirmar sus hermanos María Ángeles y Carlos: hasta sus últimos momentos Antonio les manifestó su deseo de que su obra se preservase en esa fundación.

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