Columna

Milagros

Cada órgano de nuestro cuerpo es una bomba de relojería unida a un temporizador increíblemente sensible, que no estalla gracias al prodigio de la fisiología. La Tierra gira alrededor del Sol sometida a una atracción cuyo rigor impide que se pierda en el espacio. Aparte de estos hechos admirables, existen otras maravillas más a mano, por ejemplo, que en este mundo cada planta y cada insecto tenga un nombre, que Velázquez haya pintado el retrato de Inocencio X, que todavía existan arroyos incontaminados que bajan directamente de la nieve. Pese a esto, hay gente que necesita más milagros. Al Papa...

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Cada órgano de nuestro cuerpo es una bomba de relojería unida a un temporizador increíblemente sensible, que no estalla gracias al prodigio de la fisiología. La Tierra gira alrededor del Sol sometida a una atracción cuyo rigor impide que se pierda en el espacio. Aparte de estos hechos admirables, existen otras maravillas más a mano, por ejemplo, que en este mundo cada planta y cada insecto tenga un nombre, que Velázquez haya pintado el retrato de Inocencio X, que todavía existan arroyos incontaminados que bajan directamente de la nieve. Pese a esto, hay gente que necesita más milagros. Al Papa Karol Woytila lo van a hacer santo por haber curado un caso de supuesto parkinson a una monja francesa, una minucia pedestre, que desdice del esplendor secular de la Iglesia, si se compara con los prodigios que realizaban los santos antiguos, entre ellos san Vicente Ferrer cuya festividad se celebra mañana en mi tierra. Para darle de comer lo mejor que tenía en casa, una devota familia de Morella preparó a un hijo de seis meses a la brasa y lo sirvió al santo en una bandeja como un cochinillo asado. Vicente Ferrer, después de agradecer el detalle, resucitó al niño y todos quedaron admirados. En otra ocasión, en mitad de un sermón en el mercado de Valencia anunció a la multitud que acababa de recibir una misteriosa llamada interior. Alguien estaba a punto de morir y había que ir a socorrerle. "¿Adónde?", exclamó el gentío. "Seguid, seguid a mi pañuelo". A continuación el santo echó al aire su mocador que comenzó a volar por las calles y finalmente se coló en una buhardilla donde una familia se estaba muriendo de hambre. Caso solucionado. Tal era el poder de este hombre que el obispo le prohibió hacer más milagros por la algarabía que armaba, pero un día vio a un albañil cayendo de un andamio y le gritó: "de momento párate en el aire". Vicente Ferrer fue a pedirle al obispo que le permitiera bajarlo. Después de recibir el permiso, hizo que el albañil aterrizara suavemente en la acera. Milagros de esta categoría Vicente Ferrer tenía 980 constatados cuando Calixto III lo elevó a los altares. Si hoy este santo valenciano viviera, sus prodigios estarían a la altura de las circunstancias. Haría que no se licuaran los casquetes polares, que no se incendiara la Amazonía, que hubiera agua potable para mil millones de africanos igual que hizo manar la fuente seca de Liria. Estos son hoy los milagros de verdad, aparte de que sigamos vivos y que el planeta no se haya ido al carajo.

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