Análisis:Puro teatro | TEATRO

Retorno a Sinera

Hace años, cuando yo era un joven intolerante, la simple mención de Espriu me daba urticaria. Lo veía como un globo hinchado, un poeta muy inferior a mis dioses de entonces (y de todavía: Ferrater, Estellés, Papasseit). Un invento de la intelectualidad catalana de la época, empeñada en convertirle en un Tres en Uno: el Poeta, el Dramaturgo y el Narrador que el pueblo y la causa, según ellos, pedían a gritos. Naturalmente, Espriu no era responsable de aquellas alharacas mesiánicas. Lo raro, y lo admirable, es que no acabase convertido en un completo imbécil: le cantaban, le aupaban, le coronaba...

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Hace años, cuando yo era un joven intolerante, la simple mención de Espriu me daba urticaria. Lo veía como un globo hinchado, un poeta muy inferior a mis dioses de entonces (y de todavía: Ferrater, Estellés, Papasseit). Un invento de la intelectualidad catalana de la época, empeñada en convertirle en un Tres en Uno: el Poeta, el Dramaturgo y el Narrador que el pueblo y la causa, según ellos, pedían a gritos. Naturalmente, Espriu no era responsable de aquellas alharacas mesiánicas. Lo raro, y lo admirable, es que no acabase convertido en un completo imbécil: le cantaban, le aupaban, le coronaban con laureles pesadísimos. Espriu callaba, sonreía de lado, se dejaba querer. ¿Quién no lo hubiera hecho? Luego bajó la marea, como suele ser habitual, y la ola arrojó a la arena todo su cargamento, y comenzamos a separar los juguetes inservibles y las joyas que aún sin agua seguían brillando, las zapatillas de sprinter lírico y aquellas botazas pedestálicas que siempre le vinieron grandes.

A propósito de Primera història d'Esther, de Espriu, en el Teatro Nacional de Catalunya

El Teatro Nacional de Catalunya recupera estos días su Primera història d'Esther, singularísimo artefacto teatral, durmiente bajo las aguas del olvido o el Noli me tangere desde 1982, fecha de su última exhumación, a cargo de Pasqual/Puigserver: un cromo bíblico entonces, muy bellamente iluminado y decorado, pero que a muchos nos convirtió en lugareños de Viana del Prior, papando, entre fascinados y letárgicos, las divinas palabras de un Pedro Gailo del Maresme. Durante una torrentera de años, Primera història fue el pedrusco angular, idiomáticamente hablando, del "teatro de la resistencia", casi el equivalente catalán de Le soulier de satin de Claudel: una celebración del lenguaje cercado por los lobos ocupantes. En 1948, convencido, y no sin razones, de que el catalán tenía los días contados, Espriu intentó apurar al máximo sus posibilidades expresivas mezclando todos los colores de la paleta: azules elegiacos, bronces arqueológicos, rosas pérsicas, chirriantes bermellones patinados de jerga, verdes e inalcanzables ramas de altísima retórica. Extraña pieza en verdad, mitad apoteosis mitad exequias, con su punto de insólito hara-kiri: en el supuesto de que aquel Frankenstein sentenciado pudiera abrir los ojos, sus espectadores tendrían que acudir a la ceremonia con diccionario, o con una oreja inverosímil de puro aguzada. Raros eran también sus manes tutelares: el "poeta nacional catalán" bebió a morro y sin manías del Valle de Tablado de marionetas y del Lorca más cachiporresco. E insólito, por lúcido y valiente, su mensaje final: cuando los judíos de la fábula, los buenos de la función, transparentes trasuntos de la Cataluña oprimida, alcanzan el poder gracias a los birlibirloques de la reina Esther y su consejero Mardoqueu, se abocan a una sangrienta y nada simpática venganza cifrada en setenta y cinco mil bajas. Croniquea el Altísimo (traduzco a ojo): "Y siguió la monótona cadena de luchas, asesinatos, infamias y desenfrenos, pues tanto en Persia como en cualquier lugar una cruel estulticia esclaviza eternamente al hombre y convierte su historia en un mal sueño de dolor tenebroso y árido". Un exceso de deliberación formal impide la plena teatralidad de Primera història: lo que en Valle y Lorca es arroyo puro y borboteante, aquí se adensa en una sopa de muy altos perfumes y retrogustos, como se dice ahora, pero cocinada con demasiadas vueltas de cucharón. El aroma más puro y persistente es, como suele suceder, el de Sinera, territorio infantil y eterno del poeta: Arenys reflejado en el espejo de la memoria. La historia de Esther y Mardoqueu y el viejo rey Assuerus y su corte sólo me moja cuando las aguas de Sinera bañan sus pies, y el perfume de un fricandó pretérito llega, literalmente, por encima de tiempos y mitos, a las narices del conspirador Aman, el Macbeth de esta historia, en una de las escenas más alucinadamente conmovedoras de la historia de nuestro teatro. Los ecos y perfusiones de Sinera, las voces de sus muertos recuperados por la memoria del Altísimo, el viejo cronista ciego, son puro Pavese: si Espriu se hubiera aflojado un poco el cuello duro hubiera podido darnos su respuesta a la Bella Estate.

Oriol Broggi, su director, ha mirado hacia la infancia de Espriu con los ojos de su propia infancia, castilleando en la playa como un crío descalzo y sin genuflexiones, libre del peso de la púrpura, y nos traslada a una tarde de verano, en un jardín paredaño al de los Finzi-Contini; una función de marionetas bajo los plátanos, con títeres que se agigantan y cobran vida onírica en manos de los hermanos Farrés; una voz que canta un tango olvidado junto a una balaustrada; piano y acordeón y clarinete que a veces cubren las voces de unos actores muy jóvenes, esforzándose, no siempre con éxito (falta proyección) en destejer y relanzar las endiabladas serpentinas del poeta. En esa búsqueda de frescura y claridad, Broggi ha recurrido, sabiamente, a sus mayores, maestros antiguos sin edad, sin el reclamo ni la lija igualadora de la televisión: Joan Anguera, altísimo Altísimo, que recita sus evocaciones y el impresionante monólogo final como si remontara lentamente la colina de Spoon River; su compadre Ramón Vila, un Mardoqueu al que nada le falta y sólo le sobra algún estereotipo hebraico en el tranco final; y la no menos enorme y verdadera Àngels Poch como Secundina, guardiana de la puerta que enlaza los dos mundos. Hay un cierto desballestamiento en las escenas corales, pero predomina la voluntad de comunicar, y una alegría melancólica, sobrevivida; la misma que fluye, como un agua de plata, de la súbita canción italiana de Aída de la Cruz (atención a esta joven actriz), de la fuerza sensual de Caterina Alorda (Esther), del sonámbulo desconcierto de Amán (Óscar Muñoz). El espectáculo de Broggi es un Cheminova transgeneracional, en el que el hímnico Ja s'ha mort la besavia de Pau Riba muta, como permanganato jugando a vino joven, en la Cançó de la roda del temps que Espriu no llegó a escribir, y que tal vez aplaudiría.

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