Columna

Retratos

A la luz tenue de una sala de espera hojeo una revista ilustrada de larga ejecutoria. Hacía tantos años que no la miraba que ahora su pertinacia se me antoja heroica. Aunque su voluntad manifiesta es dedicarse en exclusiva a personalidades de rancio abolengo, el mercado manda y sus páginas acogen a sujetos menos preclaros de ambos sexos, pero sólo si su popularidad contiene un elemento de distinción o si su trayectoria ha cruzado la órbita de astros más nobles. Aun así, y por más que ellos lo ignoren, son personajes de paso, invitados a un mundo que sólo les dará permiso de residencia si una e...

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A la luz tenue de una sala de espera hojeo una revista ilustrada de larga ejecutoria. Hacía tantos años que no la miraba que ahora su pertinacia se me antoja heroica. Aunque su voluntad manifiesta es dedicarse en exclusiva a personalidades de rancio abolengo, el mercado manda y sus páginas acogen a sujetos menos preclaros de ambos sexos, pero sólo si su popularidad contiene un elemento de distinción o si su trayectoria ha cruzado la órbita de astros más nobles. Aun así, y por más que ellos lo ignoren, son personajes de paso, invitados a un mundo que sólo les dará permiso de residencia si una especial sabiduría les permite amojamarse sin dejar de ser noticia, pero sin dar la nota. No hace falta citar nombres.

Los auténticos, los de verdad, habitan la revista por derecho propio, y por derecho propio aparecen regularmente, sin ton ni son, en un momento perfectamente estático, sin un antes ni un después. Un miembro colateral de la realeza escandinava a la puerta de un palacio que puede ser suyo o del contribuyente; no se sabe si entra o sale; un setter o un lebrel constituyen lo que el lenguaje de la moda denomina complementos. Salta a la vista que lleva en los genes el arte del retrato de corte y que sabe adoptar la pose del ser humano de alto poder ejecutivo y difícil inserción en el áspero tejido social: residuo histórico o institución nonata.

Como en el mundo real, en la revista se hacen patentes las dos edades sustanciales de la vida; las otras no cuentan. Los jóvenes se muestran preocupados o tristes por las ineludibles contrariedades sentimentales propias de la condición humana. Los mayores, en cambio, sonríen satisfechos, como si una larga existencia de inercia y cosmética les hubiera conducido a una serenidad sólo alterada por el funeral de un allegado o un pasajero desencuentro con el fisco.

Todos ellos, jóvenes y viejos, son figurantes sin papel en el gran teatro del mundo, seres que viven del instante y nos transmiten esta sensación de inmóvil fugacidad que hace llevadero el tiempo muerto entre las molestias y trabajos de nuestra vida prosaica, o la lúgubre espera en la consulta de un médico, a la que no nos ha llevado nada bueno. Hadas de cuento infantil avejentadas, cínicas, irreales y entrañables.

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