Análisis:Puro teatro | TEATRO

Una tragedia contemporánea

La cabra acaba de aterrizar en el Bellas Artes, tras una temporada en Barcelona y una gira por toda España, ambas exitosísimas, y ya ha colgado varias veces el cartel de "no hay entradas". Se aplaude, cada noche, a pie firme, y se ha aplaudido por escrito el trabajo de los actores y la dirección de José María Pou, pero se ha hablado muy poco del texto, y de dos hechos, a mi juicio, esenciales: a) que su autor, Edward Albee, haya escrito a los 74 años una obra que se diría concebida por el joven y furioso Brecht de Baal, o por el Pasolini convulso e inasumible de ...

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La cabra acaba de aterrizar en el Bellas Artes, tras una temporada en Barcelona y una gira por toda España, ambas exitosísimas, y ya ha colgado varias veces el cartel de "no hay entradas". Se aplaude, cada noche, a pie firme, y se ha aplaudido por escrito el trabajo de los actores y la dirección de José María Pou, pero se ha hablado muy poco del texto, y de dos hechos, a mi juicio, esenciales: a) que su autor, Edward Albee, haya escrito a los 74 años una obra que se diría concebida por el joven y furioso Brecht de Baal, o por el Pasolini convulso e inasumible de Orgía, Teorema o Saló. Y, b) que La cabra es una tragedia, una tragedia contemporánea. Un intento de tragedia: Albee, con la humildad de los grandes, la subtitula 'Notas para una redefinición de la tragedia'. Podríamos pensar que el gancho obvio del "asunto chocante" ("va de un señor que se folla a una cabra") y de las interpretaciones ha provocado, cosa lógica, la inadvertencia o el soslayamiento de esos dos hechos, pero yo creo que obedece a razones más profundas. El primer hecho atenta contra la invencible dictadura de la juventud: un viejo dramaturgo no puede ser salvajemente joven. El segundo atenta contra nuestra, digamos, programación mental. Reconozcámoslo: nos incomoda la tragedia. Para eso se inventó. Nos gusta la comedia, la farsa y el drama. La tragedia perturba porque está más allá de toda identificación y de toda racionalidad. La tragedia es lo más parecido a un mal sueño, sin pautas ni afeites; al almuerzo desnudo de Burroughs, ese momento en el que "bajo una luz helada, percibimos lo que auténticamente tiembla en la punta de nuestro tenedor". Lo que tiembla es algo que se ha escondido -lo que jamás hubiéramos pensado que queríamos comer- y que sólo puede aflorar a un precio muy alto. Ahí está el detalle, como diría Cantinflas. A diferencia de la comedia o el drama, la tragedia narra el súbito y brutal acortamiento de una distancia: la que media entre lo que el protagonista cree que quiere y la revelación de lo que realmente quería. Edipo quiere averiguar por qué hay una plaga en Tebas y acaba descubriendo que mató a su padre y se tiró a su madre. Jim Reston, el narrador de Frost/Nixon, de la que les hablaba la semana pasada, dice una cosa muy certera: "Los trágicos griegos creían que los dioses enviaban a los humanos en la cima de sus poderes una maldición llamada hybris, un repentino e inexplicable exceso que precipitaba su caída. Hoy damos menos crédito a los dioses y preferimos llamar a eso autodestrucción". La cabra es una tragedia contemporánea sobre la transgresión de los límites y la emergencia de lo primitivo, es decir, del deseo. Del deseo como agujero negro, tabla rasa, ventana a la muerte: autodestrucción. La pregunta básica de La cabra sería: "¿qué busca Martin y por qué hace lo que hace?". Tiene todo lo que podría desear, de modo que su capacidad de deseo ha muerto. Yo diría, pues, que la emergencia de su deseo equivale a un anhelo fatal de acabar con todo: con la asfixiante "articulación" de su matrimonio, su familia, su vida entera. La cabra arranca como una comedia de Coward, y la "alta comedia" no sólo enmascara el horror: es el horror mismo, es la jaula dorada de esa articulación extrema. Empezar "en" Coward y acabar "en" Sófocles sólo puede hacerlo un joven turco como Albee: el viaje de la jaula dorada al desierto del exceso sin retorno. También la tragedia es desconcertante por definición. He escrito "sin retorno", pero al final, en ese final que evidentemente no contaré, quizás Martin y Stevie, su mujer, acaben igualados. Instalados en el mismo estrato primitivo y aullante como una forma de empatía profunda. Si esos dos no se suicidan juntos tras la caída del telón tal vez puedan hacer crecer algunas plantas en el desierto. Es una posibilidad, muy pasoliniana. A lo mejor tengo yo el día optimista. No estoy tan optimista en el apartado de las interpretaciones. José María Pou me sigue pareciendo grandioso. Martin es un personaje aparentemente a contrapié de su temperamento actoral. Aparentemente: en su momento escribí que ese dificilísimo cóctel de vulnerabilidad y determinación no habría alcanzado su temperatura exacta sin el cadáver de permiso de Desig, el profesor de Amic Amat, el oso herido de Celobert, y, por supuesto, la resquebrajadura definitiva de Lear. Me sobran, único puntito negro, algunas innecesarias y excesivas muecas de pasmo en la primera parte.

A propósito de la obra La cabra, de Edward Albee, en el Teatro Bellas Artes de Madrid

No me convence, y lamento mucho decirlo, el trabajo, igualmente aplaudidísimo, de Mercè Arànega. En buena parte por razones externas a ella: no advierto química entre los dos, no percibo complicidad en las escenas de comedia. Y en la parte de locura y desgarro tan sólo atrapo esporádicos chispazos de verdad, de lo que yo entiendo por verdad, "su" verdad posible. Esperaba mucho, porque otras veces la he visto volar muy alto, y sentí poco. Buscaba que me sacudiera, que me conmoviera, y atrapé más retórica, la misma retórica trágica de su Yerma en Barcelona, que fiebre "orgánica", como se decía antes. La fiebre, sí, de su entrada última, o, para seguir con Lorca, de cuando hizo (¡y cómo!) la madre de Bodas de sangre. Creo que su trabajo aún ha de crecer, aún ha de construir su locura aflojando, paradoja, las tuercas de la emoción. También "me faltan" cosas en los trabajos de Álex García y de Juanma Lara. Juanma Lara es Ross, el amigo traidor. Mantiene un buen ritmo y hay "empatía de comedia" con Pou en el primer acto, pero le falta mostrar poco a poco su peligro, la ferocidad del depredador, que tan bien expande y hace explotar en su intervención final. A una luz que transporta el éxtasis de la mera supervivencia, la desesperación. Álex García (Billy, el hijo) le falta técnica: es muy joven y quizás aún no ha aprendido que no basta con llorar para que creamos en su llanto. Hay talento, pero demasiada agitación gestual y poco control del ritmo, de la graduación del dolor. Pese a todos esos desajustes, no se ve una obra como La cabra todos los días. (Tampoco se pierdan Un enemigo del pueblo, en el Valle-Inclán. Se lo cuento el sábado próximo).

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