Columna

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Entre las felicitaciones de Año Nuevo que reposan sobre la mesa del estudio hay una fotografía de Samuel Beckett con bufanda de lana, sentado de medio lado en el taburete de un pub de Dublín. Llegó por correo junto con un paquete de jabón con olor a limón de la farmacia Sweny, en Lincon Place, donde lo compraba Leopold Bloom, el personaje del Ulises de Joyce para ir a un baño público. De otra latitud más cercana procede una postal parisina con la imagen de la librería Sakespeare & Co., la primitiva de la calle del Odeón, donde ambos escritores merodeaban todavía sin conocerse en ...

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Entre las felicitaciones de Año Nuevo que reposan sobre la mesa del estudio hay una fotografía de Samuel Beckett con bufanda de lana, sentado de medio lado en el taburete de un pub de Dublín. Llegó por correo junto con un paquete de jabón con olor a limón de la farmacia Sweny, en Lincon Place, donde lo compraba Leopold Bloom, el personaje del Ulises de Joyce para ir a un baño público. De otra latitud más cercana procede una postal parisina con la imagen de la librería Sakespeare & Co., la primitiva de la calle del Odeón, donde ambos escritores merodeaban todavía sin conocerse en la Noche Vieja de 1926 entre otros novelistas de la Generación Perdida extraviados en la niebla del Sena hasta que la americana Silvia Beach los acogió a todos en la trastienda del local alrededor de una estufa de hierro y una destilería de whisky casero. Estos dos irlandeses recalcitrantes agotaron durante algún tiempo el único diálogo real que a una edad fui capaz de establecer con el mundo. Porque las páginas de una novela son el único lugar donde dos extraños pueden encontrarse en una situación de completa intimidad como si estuvieran en el interior de un cuarto de hotel y ese es el mayor misterio de la galaxia Gutemberg.

La atracción entre el escritor y el lector es semejante a la de los planetas que se sostienen el uno al otro a gran distancia. Echado en la cama con un libro uno puede sentirse el amo del Universo igual que cuando nos tumbábamos de noche boca arriba en la playa para contar estrellas fugaces mientras pedíamos un deseo. Pero tal como pintan los telediarios no parece que haya ninguna maldita razón para la esperanza, aunque todavía hay quien confía en el azar. Tal vez por eso la editorial Seix Barral ha diseñado su postal de felicitación de Año Nuevo sobre el tapete de una ruleta, apostándolo todo al 7.

Si Esperando a Godot y Final de partida fueron piezas indispensables en el imaginario del siglo XX, se debe precisamente a una especie de lógica sin sentido que a día de hoy se ha convertido en puro costumbrismo. Vale que lo razonable sea la desesperación, pero hay que saber llevarla. Beckett mantenía a raya su nihilismo con un humor poético deslumbrante como demuestra en su famoso diálogo con el sastre.

-Dios es capaz de hacer el mundo en seis días y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.

- No compare, señor, mire como está el mundo y mire su pantalón.

A pesar de todo seguimos moviéndonos en las coordenadas del deseo, porque quien pierde lo imposible, lo pierde todo. Y esta noche cuando suenen las doce campanadas, abriremos una vez más El libro de las ilusiones que habíamos dejado olvidado sobre el alféizar de la ventana, cada cual desde su propia estrella de aquí a Lincon Place, cualquiera que sea el cuarto de hotel. Es un decir. Felicidades.

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