Columna

La nieve

Los relojes de arena encierran al tiempo fugitivo. Los relojes de arena son prisiones de cristal que mantienen detenido al perpetuo movimiento. Pasa la forma líquida de la arena igual que pasan las horas, los días, los meses y las estaciones. Pero todo se queda en el fondo del vaso, como una memoria amontonada que se convertirá en futuro cuando le demos la vuelta al cristal, y el tiempo caiga al revés, y todo comience a pasar de nuevo, condenando la movilidad a la quietud y la quietud a la condena del movimiento. A veces los relojes se nos caen al suelo, y el cristal se rompe, y las horas se e...

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Los relojes de arena encierran al tiempo fugitivo. Los relojes de arena son prisiones de cristal que mantienen detenido al perpetuo movimiento. Pasa la forma líquida de la arena igual que pasan las horas, los días, los meses y las estaciones. Pero todo se queda en el fondo del vaso, como una memoria amontonada que se convertirá en futuro cuando le demos la vuelta al cristal, y el tiempo caiga al revés, y todo comience a pasar de nuevo, condenando la movilidad a la quietud y la quietud a la condena del movimiento. A veces los relojes se nos caen al suelo, y el cristal se rompe, y las horas se extienden por la habitación, y podemos incluso dejar una huella de nuestros zapatos sobre la arena del tiempo. Pasa igual con los años que pasan. Los años encierran al tiempo fugitivo. Dentro del cristal de una cifra, 2006 por ejemplo, permanece detenido el perpetuo movimiento de los días, los meses y las estaciones. Pero llega diciembre con su navaja melancólica de frío, rompe las costuras de los números y la vida se cae de pronto a nuestros pies. Ahí está, para que la pisemos y sigamos adelante, o para que la rocemos con la yema de los dedos, o para que dejemos las huellas de nuestras manos sobre la materia carnal y líquida de las fechas, igual que las estrellas de cine en los bulevares de Hollywood. Hay pocas noticias políticas en la arena que se cae al suelo al romperse un año, porque la política necesita por lo menos una década para transformarse en vida y en recuerdo. Dominan otro tipo de acontecimientos que tienen más que ver con las cunas, las barras de los bares, las camas, las habitaciones de hotel, las mesas de los restaurantes, los teléfonos, los hospitales y los cementerios. Somos tiempo, estamos hechos de tiempo, nuestro corazón forma parte de la arena que cae, y nos comemos doce veces nuestro corazón cada vez que suenan las campanadas de fin de año, mientras despedimos a lo que nunca se irá del todo y mientras saludamos a lo recién llegado.

Las bolas de cristal con paisajes de nieve convierten al tiempo en magia. Aunque también encierra al perpetuo movimiento, la nieve ingrávida sucede con pies de plomo. Todo parece mucho más lento, más pensativo, porque no cae lo mismo un segundo de reloj que un copo de nieve. Andamos por la nieve de la misma manera que por las buenas exposiciones, a paso lento, con derecho al regreso, con temor a hacer ruido o a irnos demasiado pronto, sin haber visto alguna claridad importante. Resulta muy peligroso que se nos queden los pies fríos o que se nos mojen los zapatos. El calor es un aliado imprescindible de la magia de la nieve, porque conviene poner distancias, o cristales, para convivir con ella. La lentitud de la nieve es mágica gracias a que nos encierra en nosotros mismos, nos tranquiliza, nos ayuda a mirar al exterior desde nuestra propia casa. Estoy acostumbrado a ver Sierra Nevada desde las ventanas de mi casa, como una lejanía que puede tocarse con las yemas de los ojos, rodeado de mi calor y de mis cosas. Nunca he creído en los milagros, pero me gusta creer en la nieve que se llena de palmeras, en el optimismo de los primeros copos, en el blanco limpio de los montes, en la pacífica alegría de las vacas del invierno observadas al calor de una butaca. Ya sabemos que al final todo se deshace, todo se lo lleva el tiempo, todo se convierte en reloj de arena. Pero es hermoso darle la vuelta a la bola de cristal, y que la nieve empiece a caer muy lentamente con su temblor mágico, y que al final aparezcan la casa, el humo pintado de la chimenea y las ventanas encendidas de amarillo. Parece que dentro de esa casa encantada se da más valor al tiempo, y a la vida, y a la amistad, y a la gente que queremos, y a todo lo que tiene importancia, a la verdad humana de la leña que arde más allá de las mentiras dogmáticas de la prisa. Deseo que los lectores del periódico tengan un feliz 2007. Y quiero que Alfonso Perales sepa que este verano volveremos a reunirnos los amigos para navegar por la bahía de Cádiz.

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