Columna

Zapatos

"Nunca se comprende verdaderamente a un hombre hasta que no has calzado sus mismos zapatos". Lo decía Aticus Finch, ese personaje cinematográfico que procedía de la novela Matar un ruiseñor, la única que escribiera Harper Lee, una mujer misteriosa cuyo impulso creativo se redujo al deseo exclusivo de contar su infancia en Alabama, en los años de la miseria y la segregación, y de homenajear a su padre, abogado de pueblo con un sentido de la justicia que le llevó a enfrentarse en numerosas ocasiones al impulso furiosamente racista de unos blancos que a menudo eran tan pobres como los negr...

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Lee sin límites

"Nunca se comprende verdaderamente a un hombre hasta que no has calzado sus mismos zapatos". Lo decía Aticus Finch, ese personaje cinematográfico que procedía de la novela Matar un ruiseñor, la única que escribiera Harper Lee, una mujer misteriosa cuyo impulso creativo se redujo al deseo exclusivo de contar su infancia en Alabama, en los años de la miseria y la segregación, y de homenajear a su padre, abogado de pueblo con un sentido de la justicia que le llevó a enfrentarse en numerosas ocasiones al impulso furiosamente racista de unos blancos que a menudo eran tan pobres como los negros. La novela, de la que se pone en duda con frecuencia su verdadero interés literario, es sin embargo aplaudida en la escuela como transmisora de valores que el niño no lleva aprendidos de casa o, aún peor, que le llegan tergiversados desde los medios de comunicación. Hablar de bondad o justicia es algo que chirría cuando un libro se somete a un juicio literario, pero en determinados momentos de la vida (los profesores lo saben) hay novelas que despiertan en nosotros ideas tan importantes como las estéticas, porque conducen a la reflexión, aumentan la empatía, rebajan la burricie, ayudan a generar un pensamiento independiente, desaborregado. Novelas antídoto. ¿Cuáles serían ahora? No lo sé, pero parecen más necesarias que nunca. Las necesita ese adolescente que a diario ve en la televisión cómo se hace burla del hombre o la mujer que entran o salen de la cárcel (de Alhaurín, por ejemplo), cómo se acosa a sus familias, cómo se aprovecha su posición vulnerable para avergonzarlos aún más, cómo se entrevista y tal vez se paga a presos para que hablen y machaquen a presos populares, cómo al chivato se le ríe la gracia, cómo se anima al pueblo al cachondeo y la burla. Todo esto sucede, primero, porque no hay límites, y segundo, porque el acto de ponerse en el lugar del otro, "en sus zapatos", como diría Aticus, es un ejercicio sofisticado, que implica educación. Me sorprende la seguridad del que hace bromas sobre el vulnerable. Como si un preso careciera de derechos. Qué tranquilidad debe proporcionar el creerse lejos de la desgracia. Pero no os confiéis, amiguitos, la vida tiene palos para todo el mundo, raro es el que se muere yéndose de rositas.

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