Crítica:XIV BIENAL DE FLAMENCO

Estado de gracia

Tratándose de colaboraciones entre teatro y danza flamenca, siempre habrá que dar la bienvenida a aquellas propuestas que, lejos de llevar al artista a terrenos que no le son propios, le proporcionan el espacio adecuado para que desarrolle su arte de manera tan libre como cómoda. Ese es el caso de esta producción en la que la dirección escénica ocupan el mismo espacio que el atrezzo en escena: un sutil segundo plano, quedando el primero reservado para el baile, con el cante y el toque arropándolo muy de cerca.

En ese planteamiento, se deja lugar tanto para la introspección como l...

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Tratándose de colaboraciones entre teatro y danza flamenca, siempre habrá que dar la bienvenida a aquellas propuestas que, lejos de llevar al artista a terrenos que no le son propios, le proporcionan el espacio adecuado para que desarrolle su arte de manera tan libre como cómoda. Ese es el caso de esta producción en la que la dirección escénica ocupan el mismo espacio que el atrezzo en escena: un sutil segundo plano, quedando el primero reservado para el baile, con el cante y el toque arropándolo muy de cerca.

En ese planteamiento, se deja lugar tanto para la introspección como la extraversión. El juego teatral de retirarse a esa habitación del fondo, donde la artista parece viajar al pasado o a su interior, propicia lo primero, en tanto que en el baile, luminoso y central, la artista se muestra extravertida, transmitiendo toda su fuerza expresiva. Se percibió así a una Isabel Bayón tan suelta como solvente, gustándose a cada momento de su generoso y plástico baile. Una puesta en escena camerística que demuestra que, con la sencillez de los elementos esenciales, se puede lograr un gran espectáculo.

La puerta abierta

Baile: Isabel Bayón. Cante: Miguel Poveda. Guitarra: Jesús Torres. Percusión: Antonio Coronel. Palmas: Luis Cantarote y Carlos Grilo. Dirección Escénica: Pepa Gamboa. Sevilla. Teatro Central, 19 de septiembre de 2006

También en el haber del montaje habría que situar pequeños detalles como el guiño del pasodoble Ay, Triniá con sus farolillos de feria y el pasito de baile en pareja, o el corte en la interpretación de las alegrías, interrumpidas por el martinete de forma casi cinematográfico y reanudadas como si hubiésemos liberado la tecla de pausa en el reproductor.

El baile fue un continuo devenir en el que se sucedían planos de creación más personal con el regreso al baile de alta escuela que ella tiene tan asimilado. De la severidad del martinete al despliegue de unas alegrías servidas con todos sus avíos y condimentos, es decir, gracia, desparpajo y ese punto pícaro que da el bailar con la cara y con los ojos. Todo ello servido con una bata de cola negra y de volantes rojos que añadía mayor plasticidad a la estampa. Entre ambos terrenos expresivos, se situó la milonga, de ribetes contorneados y sensual cintura. Todo ello acompañado por un Miguel Poveda que cantó de una manera incontestable. Se presentó diciendo la soleá de forma arrojada y, de inmediato, cambió de registro para abordar las claves de la milonga con su aire de canción. Con las alegrías, todo un recital del canon de ese estilo.

Todos los participantes rayaron a similar altura. Bayón y Poveda atraviesan un momento dulce. El grupo al completo -con Torres y Coronel- pareció estar en estado de gracia.

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