Columna

Luciérnagas en Argüelles

La segunda noche del apagón en Argüelles, el barrio parecía una performance. Unas estilizadas policías, con el pelo recogido en una coleta y con las piernas separadas en uve agitaban tubos de luz en la oscuridad sólo rota por los faros de los coches, desorientados a su vez en esta especie de viaje al pasado. Escaparates apagados, esquinas inquietantes, calles cavernosas. Dominaba la impresión de que de un momento a otro iba a salir de un portal un embozado a atracarte, como en los tiempos de Esquilache en que les encantaba enrollarse en la capa en cuanto salía la luna. Todo lo contrario...

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La segunda noche del apagón en Argüelles, el barrio parecía una performance. Unas estilizadas policías, con el pelo recogido en una coleta y con las piernas separadas en uve agitaban tubos de luz en la oscuridad sólo rota por los faros de los coches, desorientados a su vez en esta especie de viaje al pasado. Escaparates apagados, esquinas inquietantes, calles cavernosas. Dominaba la impresión de que de un momento a otro iba a salir de un portal un embozado a atracarte, como en los tiempos de Esquilache en que les encantaba enrollarse en la capa en cuanto salía la luna. Todo lo contrario que en el presente en que no tendemos a taparnos en nuestras iluminadas noches, sino a destaparnos todo lo que podemos. Ahora un tío te roba el móvil por la calle no sólo con la cara descubierta, sino con los brazos, las piernas y el pecho al aire, sobre todo en este tiempo en que a los hombres les da por sacar sus disfraces de verano: pantalones hasta la rodilla perfectamente planchados, con mocasines relucientes y polos de color rosa. O bien pantalones como de chándal por medio de la pantorrilla y sandalias de tiras, para los más jóvenes. O los eternos pantalones y camisolas de algodón con rayas hippies. Por no hablar de las camisetas de tirantes. Se trata de una época en que las mujeres decidimos ponernos morenas a la espera de verlos de nuevo con el traje y la corbata, los pantalones vaqueros y las botas con cordones.

La escenografía del apagón se completaba con camiones generadores de electricidad (¿cómo la generarán?) enchufados a grandes superficies comerciales. Tan perfectos como nos creemos los humanos, y ni siquiera podemos producir nuestra propia luz. Todo eso del aura y el brillo de una persona son monsergas, la que de verdad alumbra como una linterna es la luciérnaga. Debe de tener algo así como una batería dentro, y como la luciérnaga, algunos peces, moluscos, calamares. A veces el fondo marino debe de parecer una discoteca. Si esos animalillos pueden, ¿por qué no podemos nosotros que somos más grandes en términos de central eléctrica? Nos habríamos ahorrado tanto sufrimiento. Antes de que el hombre descubriese el fuego, la noche debía de ser terrible. De hecho, de niños nos da miedo, y quien más quien menos tiene alguna pesadilla con ese asunto, como si en lo más recóndito de las neuronas conservásemos algún recuerdo tenebroso de la especie. Aunque ¿qué podría ser más tenebroso que lo que está sucediendo estos días en Líbano? También podría ser que en aquellos tiempos de primitivas noches estrelladas gozásemos de mejor visión. Habría que preguntarle a Juan Luis Arsuaga si eso es posible saberlo.

Las luciérnagas gozan de esa bombilla interna porque para ligar se lo montan a base de destellos, lo que no deja de ser un lujo, para el que la naturaleza las ha dotado con un órgano especial en la parte inferior del abdomen, en que se producen las reacciones químicas necesarias para tal efecto. Sin embargo, nosotros que necesitamos la luz para algo básico, para sobrevivir, aquí estamos, más opacos que nada, teniendo que inventar centrales eléctricas, centrales nucleares y machacando el medio ambiente. Y cuando se produce un apagón, nuestra vida se altera completamente. Ni aire acondicionado, ni música, ni tele, ni ordenador, ni frigorífico, ni lavadora. Algunos vecinos, aburridos, bajaban a la calle en busca de conversación.

Por la mañana, el punto de reclamaciones que Iberdrola situó en la zona parecía la cola de ¡Bienvenido, Mr. Marshall! Al que no se le había echado a perder todo el congelador lleno de mariscos, se le habían muerto unos peces tropicales carísimos, o tuvo que gastarse un dineral en llevar a los amigos que casualmente alojaba en su casa a un hotel de cinco estrellas porque era el más cercano. O no había podido terminar un trabajo valorado en miles de euros. El empleado que tomaba nota pregunta, ¿algo más? Y el de la cola dice, sí, me quedé encerrado en el parking y no pude ir a buscar al niño a la guardería.

Y es que hay cosas que no tienen precio. El susto de que se pare el ascensor entre dos pisos o que alguien tropiece al salir de la ducha. O mucho peor aún, que dejen de funcionar los aparatos de un hospital. Estamos en manos de la energía en exceso, la usamos igual para lo necesario que para las ñoñerías. Es antinatural tener que ponerse un jersey en verano por el frío que hace en ciertos sitios, y estar en manga corta en invierno por el calor. Tendríamos que ser como las luciérnagas y que cada cual derrochase su propia luz como quisiera.

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