OTRA MIRADA | Alemania 2006

Domingos

Por donde quiera que uno vaya, en los cafés, en los aeropuertos, en las terrazas, en las viviendas, palpita una pantalla en colores con los jugadores internacionales disputando un partido y simultáneamente la voz de los enviados subrayando en una modulación reglada las peripecias del juego.

Este panorama litúrgico compuesto de estampas y salmodias forma, tarde tras tarde, un tapiz que cubre la realidad de festividad y no de una celebración cualquiera, sino de una esencia infantil y dominguera que trasforma la idea de la existencia.

Baudelaire hablaba del arte como "los domingos d...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Por donde quiera que uno vaya, en los cafés, en los aeropuertos, en las terrazas, en las viviendas, palpita una pantalla en colores con los jugadores internacionales disputando un partido y simultáneamente la voz de los enviados subrayando en una modulación reglada las peripecias del juego.

Este panorama litúrgico compuesto de estampas y salmodias forma, tarde tras tarde, un tapiz que cubre la realidad de festividad y no de una celebración cualquiera, sino de una esencia infantil y dominguera que trasforma la idea de la existencia.

Baudelaire hablaba del arte como "los domingos de la vida". Pablo Nacach acaba de publicar un libro en Lengua de Trapo titulado El fútbol. La vida en domingo. La vida en domingo o viceversa: el domingo en la vida. Fútbol y domingo compusieron un par irrompible en los tiempos de la infancia cuando la semana sólo tenía ese día como fiesta y no había llegado ni la llamada semana inglesa.

Por entonces, en los años cincuenta, cuando quedamos cuartos en Brasil, las festividades se presentaban muy ordenadas y santas. El domingo, día del Señor, contenía el regalo del fútbol. No todos los domingos, además, sino cada dos semanas, puesto que sin televisión no había otra opción que acudir al campo cuando tocaba en casa. Esos domingos con partido reproducían el tono de la fiesta mayor. Era el tiempo que empezaba en la sobremesa, con los bares atestados de aficionados con café y puro, y concluía invernalmente al atardecer, cuando la luz natural no permitía seguir viendo el balón, auténticamente de color cuero.

El humo del tabaco que anublaba las gradas con una manta de felicidad y el estímulo que se recibía de los pelotazos marcaban parte de la representación dominical. La misa de las doce constituía su otro polo. Uno y otro se parecían por la exaltación de vivir y se diferenciaban en que el primero, en plena juventud, se cargaba de erotismo mientras el otro pertenecía a una virilidad sin recuerdo del sexo. El fútbol nunca tuvo ni el molesto ahogo de la marea sexual ni tampoco la duplicidad del humor.

Jugar al fútbol, hablar de fútbol, ver fútbol, pensar en el fútbol, son partes de una pasión que ni siquiera se consideraba deportiva. El deporte hacía entonces referencia a la gimnasia y poco más. El fútbol no figuraba como deporte, sino que se trataba llanamente de un juego. El juego más importante y principal. El rey del juego y, en consecuencia, no cabía otra cosa que emplazarlo en domingo y a la luz. Los partidos nocturnos y la disputa en otros días echó abajo su carácter sagrado.

Desde estas variaciones el balompié rodó hacia lo profano, lo mercantil y la razón adulta. Fue girando así de la ilusión infantilizadota a la calculada razón del espectáculo. Pero ahora, en pleno Mundial, envueltos en la asidua cinta de las pantallas, reinauguramos aquella emoción primordial. La semana que perdió el domingo único se ha transformado en domingo entero. Éste fue, de otra parte, el anhelo de las vanguardias: que el arte se encontrara por todas partes y que, al fin, viviéramos en domingo como forma de vida.

Archivado En