Análisis:Puro teatro | TEATRO

'Cruel y tierno': ocúpate de Amelia

No me acaba a mí de entusiasmar Martin Crimp. Es un autor muy dotado, muy hábil, con talento y vuelo poético, pero al que todavía no le escucho una voz propia: en Cruel y tierno, que ha dirigido Javier Yagüe en el Valle-Inclán, hay demasiados ecos de Wallace Shawn, del Pinter más "político" y de Tom Stoppard, entre otros. El montaje, eso sí, es estupendo; luego me explayo. También quiero recomendarles los Sainetes de don Ramón de la Cruz que Ernesto Caballero ha presentado en el Pavón: maravilloso espectáculo, con una compañía superlativa y multitalentosa; uno de los mejores mont...

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No me acaba a mí de entusiasmar Martin Crimp. Es un autor muy dotado, muy hábil, con talento y vuelo poético, pero al que todavía no le escucho una voz propia: en Cruel y tierno, que ha dirigido Javier Yagüe en el Valle-Inclán, hay demasiados ecos de Wallace Shawn, del Pinter más "político" y de Tom Stoppard, entre otros. El montaje, eso sí, es estupendo; luego me explayo. También quiero recomendarles los Sainetes de don Ramón de la Cruz que Ernesto Caballero ha presentado en el Pavón: maravilloso espectáculo, con una compañía superlativa y multitalentosa; uno de los mejores montajes de la historia (y mido mis palabras) de la CNTC. Les hablaré la semana próxima. Y la siguiente le tocará el turno a De repente el último verano, que para mi gusto no funciona (flojo reparto, escenografía temible, texto excesivo) pero en la que se luce Olivia Molina, gratísimo descubrimiento, echando toda la carne en el asador. Volvamos al señor Crimp. La primavera pasada, la sala Beckett le organizó un homenaje por todo lo alto, con montajes de The country y Attempts on her life, dos de sus obras más famosas, y un puñado de lecturas dramatizadas, entre las que, por supuesto, se encontraba Cruel and tender. Me voy a poner patriótico (y envidioso): me fastidia la sobrevaloración de Martin Crimp cuando aquí tenemos un puñado de dramaturgos que le dan diez vueltas pero casi nadie les pone piso. Aquí a duras penas, y fuera ni de verano. Y para piso, el que le pusieron con Cruel and tender, un encargo por todo lo alto, costeado hará un par de años por el Festival de Chichester, el Wiener Festwochen, el Young Vic y Bouffes du Nord, con dirección de Luc Bondy y dos repartos, en inglés y en francés. El día que hagan algo parecido con Benet i Jornet, o Mayorga, o Lluïsa Cunillé, un suponer, me quito el sombrero. El caso es que Crimp echa mano de Las traquinianas de Sófocles para hablarnos de los falsos héroes y las guerras contemporáneas, pero la mayonesa no acaba de ligar. En Las traquinianas tenemos a Deianeira, la mujer de Heracles, el superguerrero, que envía a su hijo Hyllus para que traiga de regreso a su padre. En vez de Heracles llega un mensajero con la princesa Iole como botín de guerra. Deianeira, que no es tonta, se da cuenta de que le va a tocar compartir a su marido con la princesa, y se apresta a enviarle una supuesta poción amorosa que resultará ser un veneno de cuidado. Vuelve Hyllus hecho una hidra porque su padre se está muriendo y Deianeira, desolada, se suicida. Pasan más cosas, pero lo esencial es esto. En Cruel y tierno, Deianeira es Amelia (Aitana Sánchez-Gijón), una dama que vive a todo lujo porque su marido (Gonzalo Cunill) es un general (el General, a secas) solicitadísimo por un gobierno del primer mundo a la hora de machacar terroristas (del tercero) y todo lo que se le cruce en el punto de mira. Amelia es una prima hermana de Ruth Carson en Night and Day, de Stoppard: se da cuenta, a ráfagas insomnes y alucinadas, de que algo huele a podrido pero se encierra en su pequeño paraíso, acunada por un ama de llaves (Chusa Barbero), una fisioterapeuta (Diana Gascón) y una estheticienne (Marta Poveda) que la tienen como una reina y hacen, digamos, de coro. El problema de situar la acción en nuestros días genera dos chirridos básicos: a) no cuela que Amelia envíe a su hijo Daniel (Iñaki Font), un chaval colgado de los videojuegos, en busca de su padre, a la sazón en un territorio más bombardeado que Dresde, y, b) todavía cuela menos el episodio de la poción mágica, aquí sustituida por un virus letal que le dio un antiguo amante, joven izquierdista que ahora trabaja para una compañía bioquímica. Amelia, para más inri, se quiere creer que es un filtro amoroso y que si se lo envía al General en una almohada éste regresará a su vera. Naturalmente, nosotros hemos de creer también que la almohada pasa tan guapamente todos los controles, y que Amelia sólo está turulata a ratos, es decir, que ya se imagina que el tubito no contiene precisamente agua de rosas. Cruel y tierno, pues, se mueve en dos registros de realidad y lenguaje: las tiradas "griegas", para entendernos, con lenguaje elevado, y las voces y maneras del mundo de hoy, con un ministro untuoso y corrupto (el rol más desagradecido de la función, que Chisco Amado saca adelante como una mezcla de Peter Coyote y Carlos Larrañaga) y un periodista inquisitivo e impotente (Álvaro Lavín, un tanto chillón). Si aparcamos la lógica, que no es tarea fácil, Cruel y tierno funciona y atrapa: por el lenguaje (aunque, insisto, los monólogos de Amelia parecen escritos por Wallace Shawn: las mismas cadencias, el mismo tono), por dos o tres escenas poderosas y, sobre todo, por la selección y dirección de actores. Aitana Sánchez-Gijón está fantástica en esa continua oscilación entre alienación y lucidez culpable, y su galope hacia la locura, en el careo final con su hijo, alcanza cotas de gran emoción y gran teatro, muy bien secundada por un Iñaki Font que sale como adolescente autista y vuelve como un Hamlet furioso. Laela, versión moderna de la princesa Iole, adora el poderío salvaje de su captor (un enfoque muy sugestivo para una supuesta víctima) y corre a cargo de Judith Diakhate, una joven actriz rebosante de fuerza y sensualidad, aunque en la segunda parte el señor Crimp parece olvidarse de su personaje para dar absoluta cancha al General, que pasa de héroe a criminal de guerra porque se le ha ido la mano y su hipócrita gobierno necesita un chivo expiatorio. Ahí, en ese último tercio, se lleva el gato al agua el gran Gonzalo Cunill, comido por el virus, abandonado y enloquecido, en una composición feroz en la más pura línea William Devane. En otras palabras: la contundente y a la vez contenida puesta de Javier Yagüe, la imaginativa escenografía de Elisa Sanz y el trabajo de la compañía, con los pequeños reparos antes expuestos, acabaron seduciéndome mucho más que la propia obra, una tragedia dispareja, forzada, y más brillante textual que argumentalmente.

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