Columna

Alimento del salto

La alegría de Rijkaard tiene prehistoria. Cuando el técnico más discreto de la historia reciente del Barça levantó los brazos y bailó la danza del pelo había en ello más que el reflejo de un triunfo. Había la reivindicación de un estilo del fútbol.

El Barça está hecho de apuestas extrañas. Nació con un naipe sin marca, Davids, y siguió con una baraja que parecía de dos caras, la de Ronaldinho. Cuando se consolidó el proyecto y Rijkaard ganó con su silencio a los que no daban un euro por su futuro, el Barça ya había logrado algo impensable cuando el equipo perdió, por ejemplo, a Figo....

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La alegría de Rijkaard tiene prehistoria. Cuando el técnico más discreto de la historia reciente del Barça levantó los brazos y bailó la danza del pelo había en ello más que el reflejo de un triunfo. Había la reivindicación de un estilo del fútbol.

El Barça está hecho de apuestas extrañas. Nació con un naipe sin marca, Davids, y siguió con una baraja que parecía de dos caras, la de Ronaldinho. Cuando se consolidó el proyecto y Rijkaard ganó con su silencio a los que no daban un euro por su futuro, el Barça ya había logrado algo impensable cuando el equipo perdió, por ejemplo, a Figo.

Mientras este Barça juvenil de anoche mostraba su pasión, y su alegría, por jugar y ganar, me acordé de la prehistoria. Estaba Guardiola, el gran ídolo del núcleo duro de la voluntad azulgrana, al borde de un ataque de melancolía y una directiva sin futuro dejó que Figo causara un estropicio moral que se parecía a un derrumbe definitivo.

Por esa vía de escape pudo haber ido, ¡atención!, Puyol, que se ofreció al Madrid poseído por la rabia del desdén: el club se había desprendido de su dignidad más íntima y su gesto representaba mucho más que la consecuencia del desdén que impulsa a los jugadores a abandonar a los que actúan como si fueran sus dueños.

A esa etapa de desdenes, que el Madrid aprovechó en el alba de una época que parecía consolidar su hegemonía, siguió el tiempo de Rijkaard. El proyecto de Gaspart tenía en Van Gaal una prolongación casi natural: era la histeria de la directiva subrayada por la rabia irracional de un técnico que cambiaba táctica por exabruptos. Y, mientras tanto, los jugadores parecían comparsas esperando la ruptura del contrato o la bronca.

Hay una imagen que ofreció el Plus hace años. Volvían de Sevilla, derrotados, Rijkaard y Laporta. Conducía Laporta. El holandés se agarraba, a veces, en las curvas. Parecía el final de su tiempo. Y Laporta hablaba y hablaba. Rijkaard no dijo nada.

Empezó a hablar enseguida, auxiliado por Davids. Aquella segunda parte del curso nació en la geografía del fracaso. Ni entonces ni después Rijkaard dijo otra cosa que lo que dice ahora: que el Barça es un equipo en el que todos, los utilleros también, se merecen celebrar el triunfo porque éste no nace de uno solo. Hay en él una conmemoración personal de la historia colectiva. Por eso espera para bailar.

Anoche bailó una danza de silencio. Cuando le vi saltar, imaginé que este personaje que vive solo, con su refresco de cola, en su extraño despacho del subsuelo del Camp Nou, celebraba más que un triunfo. Se alegraba de un estilo porque sabe que no es suyo únicamente, sino del fútbol como se conoció antes de que él fuera un niño. Su alegría era mucho más que un egoísmo. Era un salto a favor del fútbol.

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