Columna

Prometeo

Un tórrido día de verano en que el resplandor del mediodía coagulaba el universo, con la sangre todavía muy joven, leí el primer libro de Albert Camus, tumbado frente al mar en una terraza donde había unas sábanas blancas tendidas. Recuerdo que en un barranco cercano, lleno de alacranes, balaba una cabra dolorida que se había enredado en una zarza, mientras yo leía que la rebeldía de Prometeo era el símbolo del humanismo. Este héroe había robado el fuego a los dioses y fue por ello encadenado a una roca a merced de los buitres, que le sacaron las entrañas. Con ese libro descubrí el Mediterráne...

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Un tórrido día de verano en que el resplandor del mediodía coagulaba el universo, con la sangre todavía muy joven, leí el primer libro de Albert Camus, tumbado frente al mar en una terraza donde había unas sábanas blancas tendidas. Recuerdo que en un barranco cercano, lleno de alacranes, balaba una cabra dolorida que se había enredado en una zarza, mientras yo leía que la rebeldía de Prometeo era el símbolo del humanismo. Este héroe había robado el fuego a los dioses y fue por ello encadenado a una roca a merced de los buitres, que le sacaron las entrañas. Con ese libro descubrí el Mediterráneo. La rebeldía consistía en no resignarse nunca a vivir sin la belleza y sin la libertad y también sin un placer, exento de melancolía: esa era la mejor arma contra los dioses. El brillo cruel de aquella luz no estaba hecho para la reflexión, sino para la pasión cuyo sentido era la oscura inocencia. A partir de ese día comencé a sostener el cigarrillo entre los dedos como lo hacía Albert Camus y después me compré una gabardina blanca con trinchera pensando que de esta forma adquiriría también toda su filosofía. Entonces yo vivía los veranos en medio de un fulgor negro, como el de Orán y Argel, y la tierra tenía unas pulsiones idénticas. El sol que incendiaba las sábanas tendidas en la terraza era el fuego que Prometeo había robado a los dioses: de él se derivaba una moral sin culpa y el compromiso contra el dolor de los inocentes. Como en la playa de Orán, a mi alrededor había barcas varadas en la arena con los pantoques color naranja y entre ellas corrían niños desnudos; y los jóvenes miraban con ojos pastodos a las chicas con sandalias y telas ligeras, como en las terrazas de los cafés de la calle Michelet, de Argel. Ahora junto con el balido de la cabra, oía los gritos de unos adolescentes, que habían abandonado el partido de futbol en la calle, para ir en auxilio del animal. Ya se sabe cómo son de rebeldes las cabras. No se someten al rebaño, no obedecen al pastor, pero de pronto quedan enredadas en una zarza y comienzan a llorar. Quien no haya realizado este trabajo no sabe lo difícil que resulta liberar a una cabra cuando está rodeada de espinos. Tratas de ayudarla, ella te rechaza, al mismo tiempo quiere ser libre y aun se enreda más sin dejar de balar con una tristeza cada vez más airada. Desde la terraza contemplé la maniobra. Aquellos adolescentes no estaban liberando a Prometeo, se trataba sólo de una cabra, que, tal vez, con sus balidos estaba maldiciendo también a los dioses.

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