Tribuna:

Una revolución virtual

Lo más interesante de la actual crisis francesa -un eslabón más en la crisis de fondo que se remonta, al menos, a las pasadas elecciones presidenciales y al voto contra la Constitución Europea- es la desproporción entre el pretexto y los efectos incontrolables que está produciendo. No puede ser mayor el espanto y la perplejidad de un observador extranjero ante este happening "retro" y mimético.

Sobre todo cuando recordamos la no menos espectacular ausencia de reflejos de toda una sociedad -Gobierno y oposición incluidos- cuando hace apenas cinco meses los adolescentes mal integra...

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Lo más interesante de la actual crisis francesa -un eslabón más en la crisis de fondo que se remonta, al menos, a las pasadas elecciones presidenciales y al voto contra la Constitución Europea- es la desproporción entre el pretexto y los efectos incontrolables que está produciendo. No puede ser mayor el espanto y la perplejidad de un observador extranjero ante este happening "retro" y mimético.

Sobre todo cuando recordamos la no menos espectacular ausencia de reflejos de toda una sociedad -Gobierno y oposición incluidos- cuando hace apenas cinco meses los adolescentes mal integrados de los arrabales de Francia prendían literalmente fuego a los símbolos de éxito de esta misma sociedad que ahora despierta revuelta contra la perspectiva de una nueva vida social bajo el signo de la precariedad.

Esta impresionante movilización de una parte de la juventud estudiantil y universitaria francesa no ha salido a la calle a festejar la primavera a modo de un "Woodstock" tardío. Consciente o inconscientemente, ha salido, como sus míticos padres hace 40 años, para reciclar la memoria "revolucionaria", como si Francia, patria antigua de la única revolución digna de ese nombre, se hubiera convertido, por un misterio de decadencia inexplicable, en una nación subalterna, con problemas de identidad dignos de una sociedad tercermundista. En este momento, es la Francia que estudia, piensa y se prepara para asumir la responsabilidad de la sociedad que la ha criado la que rechaza, simbólicamente, a través de la protesta contra una ley "insignificante", considerada "perversa", todo el sistema social francés. Bajo la incomprensible apariencia de revuelta "primitiva", tanto los "motines" de París como esta espectacular ola de protestas estudiantiles sobre la que navega la más clásica protesta política y sindical contra el orden chiraquiano en su crepúsculo, lo que vemos en juego es una Francia que se juzga capaz de oponerse con éxito, en el plano social y político, a las reglas del nuevo capitalismo, nacido a partes iguales de la caída del muro de Berlín y del triunfo planetario del modelo anglosajón. De un modo u otro, todos los actores políticos concretos y militantes de esta sublevación de la sociedad francesa son huérfanos retardados del gran sueño revolucionario que durante 70 años tuvo en la Unión Soviética su expresión histórica, y en Francia, la expresión cultural más íntimamente empeñada en su éxito. Francia es el único país del mundo en el que la intelectualidad más ligada al destino histórico de la experiencia socialista no se ha resignado a asumir positivamente el luto por una utopía hija de su mítica revolución. En todos los demás países europeos, la utopía igualitaria puede ser una "idea de la razón", en el sentido kantiano. En Francia es una religión, e incluso su única religión. Lo que significa, por paradójico que parezca, que este pueblo que muchos tienen por conservador es, simbólicamente, una sociedad revolucionaria. Y cuando no puede repetir el impulso igualitario que la hizo célebre en el mundo, atraviesa el espejo de su impotencia escenificando revoluciones virtuales.

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Esta extraordinaria explosión a la que hemos asistido en marzo y abril sólo se asemeja por fuera a la de mayo del 68. El mundo era entonces otro, la sociedad de consumo abría completamente sus puertas y la Francia y la Europa libres, aplastadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética, balizaban a medias el horizonte incontrolable de la Historia. O eso parecía. La generación de Cohn-Bendit juzgó posible rechazar -al menos oníricamente- esta doble tutela de una sociedad capitalista e imperialista sin mala conciencia de ningún tipo y de una sociedad socialista no menos imperialista y totalitaria. En realidad, no tenía elección. Al final de un mes de protestas teóricas y prácticas contra el Sistema -ya entonces centradas en su cultura universitaria catalogada de "burguesa", semillero de futuros agentes de una economía también totalmente burguesa-, el Sistema quedó intacto en su versión capitalista,y prácticamente aislado de una universidad que no se reconoce en él.

Hace 40 años que ambos tocan esta partitura. La universidad -sobre todo la de "ciencias humanas"- se ha transformado en una fábrica de futuros desempleados de lujo e, ideológicamente, de "revolucionarios" virtuales en busca de un empleo digno de ese nombre. En cuanto al Sistema, subsiste como puede en una sociedad sin el mínimo consenso cultural y simbólico. Para agravar las cosas, esta sociedad ha cambiado poco a poco la naturaleza misma del pacto social que la mantenía por tradición, integrando o teniendo que integrar en ella a elementos que no se complacen en esa tradición. Al antiguo reflejo ideológico reciclado se une ahora ese hecho inédito, de orden cultural: el de una Francia distinta que poco se reconoce en la Francia "eterna". No hace falta nada más para que uno de los países más ricos y organizados del mundo, enfrentado al doble desafío de integrarse en una Europa que lo relativiza y le parece pleonástica y una globalización del mercado que no funciona de acuerdo con su famoso "código social" de esencia igualitaria, conozca una crisis, en apariencia repetitiva, tan sintomática como aquella a la que el mundo y la propia Francia asistieron como anestesiados. Pero también mucha gente secreta o visiblemente deleitada.

Por si no bastara, esta crisis, mucho más significativa en lo que al futuro se refiere que la de mayo del 68 -aunque hija de él-, tiene lugar en una Francia de "secular tradición monárquica" -pues todo viene de arriba, desde Luis XIV a Mitterrand-, que vive todo esto como paralizada en su centro. Es la crisis dentro de la crisis de la que Dominique de Villepin pagará la cuenta más fácil de pagar. Sus "Cien Días" voluntaristas tal vez acaben para él como los históricos que tan bien ha estudiado. Queda la duda de saber si su personal Waterloo político -con lo que eso tiene de épico- no será también el Waterloo de la V República, tan visible sombra de sí misma. Dudoso es que esa previsible derrota de un gaullismo exangüe sea el Austerlitz de una izquierda francesa revolucionaria. La Francia de la Revolución y la "izquierda" que se inventó en ella estaba en vías de ascenso y podía disputar a su enemigo histórico, más avanzado que ella, el primer lugar en la Historia. Éste no es el caso hoy en día. En 1789, Francia desafió al mundo de entonces e influyó sobre él. En 2006, una Francia en crisis de identidad (y con ella una Europa retirada del palco del mundo), sólo puede soñar sueños sin historia dentro. Al no poder desafiar objetivamente a nadie, se desafía a sí misma. Como si desafiase al mundo en una intifada puramente lúdica.

Eduardo Lourenço es ensayista portugués, Premio Camoens 1996. Traducción de News Clips.

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