Reportaje:Los problemas de los inmigrantes

"Quiero ir a Canarias. Es mi derecho"

Senegaleses como Bubalele se hacinan en Nuadibú tras fallar en su penoso intento de emigrar

El calabozo del Cuartel Regional de la Seguridad de Nuadibú es una habitación de unos 20 metros cuadrados. No hay ventanas; la única luz entra por la puerta de hierro que mantienen entreabierta tres policías que hacen guardia. En el interior se hacinan, sentados en el suelo y con las rodillas clavadas en la barbilla, 54 senegaleses. Fueron detenidos anteanoche en la bahía del puerto artesanal, cuando enfilaban la bocana a bordo de una embarcación cargada de bidones de gasolina y de provisiones, rumbo a Canarias. Ahora esperan a que las autoridades mauritanas los devuelvan a su país. Bubalele e...

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El calabozo del Cuartel Regional de la Seguridad de Nuadibú es una habitación de unos 20 metros cuadrados. No hay ventanas; la única luz entra por la puerta de hierro que mantienen entreabierta tres policías que hacen guardia. En el interior se hacinan, sentados en el suelo y con las rodillas clavadas en la barbilla, 54 senegaleses. Fueron detenidos anteanoche en la bahía del puerto artesanal, cuando enfilaban la bocana a bordo de una embarcación cargada de bidones de gasolina y de provisiones, rumbo a Canarias. Ahora esperan a que las autoridades mauritanas los devuelvan a su país. Bubalele es uno de ellos.

El aire que entra por la puerta no es suficiente para despejar el hedor agrio del calabozo. Los ojos enrojecidos de Bubalele brillan en la oscuridad mientras relata su historia bajo la mirada silenciosa de sus compañeros. Dice que tiene 25 años, que nació en una ciudad llamaba Abigar. Está casado y tiene un hijo de un año. Su mujer y su hijo están ahora en Ilas, al sur de su país. Fue su esposa quien le animó a hacer el viaje: "Tengo que alimentar a mi familia. Estaba todo el día buscando trabajo, pero no encontraba. En Senegal hay demasiada gente. Tengo fuerza, ¿por qué no puedo trabajar?".

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La aventura mauritana de Bubalele comenzó hace 45 días en Rosso. En esa ciudad tumultuosa, fundada hace más de tres siglos por un pescador de la tribu wolof, destruida por una crecida en 1952, y reconstruida de forma caótica, se halla el puesto fronterizo de Mauritania. Decenas de miles de personas cruzan allí diariamente el cauce a bordo de un vetusto ferry, que se mantiene a flote de milagro. Y muchos miles más lo atraviesan en piraguas o, simplemente, a nado. Todo se compra y todo se vende en un griterío de cuatro idiomas: el hasanía de los arabo bereberes, el wolof, el pular y el soninké; estos tres últimos son patrimonio de las tribus de igual nombre asentadas en ambas riberas.

Bubalele no tuvo problema para entrar en Mauritania. El país mantiene acuerdos de libre circulación con 16 Estados de su entorno, cuyos ciudadanos pueden cruzar la frontera con sólo presentar su documento de identidad. Bubalele recorrió los 200 kilómetros que separan Rosso de Nuakchot a bordo de una de las numerosas furgonetas que traquetean por la carretera rozando el suelo con el chasis, hundidas bajo el peso de decenas de personas que cuelgan de sus puertas y ventanas.

Nuakchot no es una ciudad bonita. Cuando los colonos franceses volvieron a su casa, sólo dejaron allí un acuartelamiento militar. Los habitantes nómadas del país la construyeron a partir de 1960. El primer consejo de ministros del gobierno nacional tuvo que ser celebrado en una jaima. Bubalele se dirigió al barrio de Sebja.

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Sebja y Mina son dos suburbios vecinos, situados en las afueras. Allí se hacinan hasta 250.000 subsaharianos en tránsito hacia Europa. Las casas, de no más de 20 metros, están construidas con cartones, uralita y tablones de madera. En cada una viven más de 10 personas, la mayoría jóvenes que trabajan en la pesca o en la construcción. No tienen luz ni agua. Esta última es transportada en carros tirados por burros.

Las calles de tierra, cubiertas por jirones de bolsas de plástico, huelen a excrementos. Cientos de burros y cabras sueltos se cruzan con los transeúntes en busca de algo que llevarse a la boca. De cuando en cuando, el viento levanta el polvo y miles de plásticos echan a volar y parecen envolver a la multitud en confetis multicolores. Las mujeres vacían orinales y palanganas frente a las puertas de sus casas. Perros enfermos hurgan en las basuras, entre coches volcados, hombres orinan en cuclillas en plena calle y niños -muchos de ellos con malformaciones- juegan al fútbol con balones pinchados. Junto a la salida de las barriadas de Sebja y Mina hay una gran valla publicitaria de Air France: "Salidas desde Nuakchot. Vuelos directos a París".

Hay algunos talleres de carpintería e incluso uno de antenas parabólicas. Sommé, un joven guineano que viste una camiseta del Barça -de imitación- con el nombre de Ronaldinho, está barriendo el interior de una de esas enormes antenas hechas con las planchas de metal que se utilizan en los periódicos para imprimir las páginas. El interior de la gran antena es un collage de titulares, fotografías de políticos muy serios, y anuncios de coches. "Quiero ir a España, como todos", declara Sommé. "¿Miedo a ahogarme? El miedo no es el problema. El problema es que no tengo dinero".

En esta miseria vivió Bubalele una semana, en la casa de una familia de compatriotas. A la hora de dormir se juntaban 18 personas en la única estancia. "Nos tumbábamos sobre el suelo de tierra y nos colocábamos con los pies en la cara del de al lado. Igual que los esclavos que se llevaban en barco para trabajar en América. ¿No ha visto usted esas ilustraciones en los libros?".

Allí conoció a muchos subsaharianos que trataban de conseguir un visado mauritano. "Creen que si van con él a Europa y allí declaran que son víctimas del racismo, les dejarán quedarse. Todo el mundo sabe que Mauritania es un país racista. Pero para lograr los papeles hacen falta dinero, paciencia y mucha, mucha suerte".

Bubalele no tenía ninguna de esas tres cosas, así que subió a otra furgoneta y siguió viaje hacia Nuadibú. La carretera que une Nuackcjhot con Nuadibú es el orgullo de los mauritanos: 470 kilómetros a través del desierto. No hay gasolineras, hoteles o restaurantes. Al menos, no como los de Europa. Sí hay jaimas y barracas cuyos dueños las anuncian en el arcén como restaurantes, hoteles e, incluso, como expendedores de gasolina... en garrafas. Junto a la carretera, en medio de la nada, surgen individuos repantigados en sillas que muestran a los conductores unas extrañas cartas: venden tarjetas para teléfonos móviles.

Los móviles son la primera herramienta del tráfico de inmigrantes. Sirven a estos últimos para mantenerse en contacto entre sí y con su lugar de origen, y también para contactar con los jefes de las redes que los trasladan a Canarias. Los "bandidos", como aquí los llaman, cambian de número cada día. Así evitan ser localizados por la policía.

Bubalele llegó a Nuadibú de noche. Hasta los años 30 del siglo pasado, en ese lugar sólo había una tribu de pescadores. Por entonces, la compañía francesa Aéropostale estableció una base aérea, y el Ejército colonial la protegió con un fuerte y bautizó el conjunto como Port-Étienne. Allí hacían escala los aviones que llevaban correo desde Toulouse a Dakar, en donde era embarcado hacia América. Entre los pilotos figuraba Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, quien registró las gestas de sus compañeros en el libro Tierra de hombres.

Durante días, Bubalele durmió en la calle. Luego se alojó con varios compatriotas en Cité Snim (siglas de la Société Nationale des Industries Minières), un antiguo barrio de mineros que hoy han alquilado sus casas a los subsaharianos. Ahora se concentran allí unas 8.000 personas que pretenden emigrar a Europa. Muy cerca está el suburbio de Kairane (literalmente, los agujeros), en donde viven 7.000 subsaharianos más.

Un pañuelo en la proa

Bubalele se muestra cauto en este punto de su relato. Vagamente, explica que uno de sus 15 hermanos vive en Carboneras (Almería), y le envió algo de dinero a través de Western Union. Frente a la oficina de esta agencia en Nuadibú pueden verse hoy las colas de los que van a retirar su dinero para zarpar hacia Canarias. Uno de los compañeros de Bubalele tenía el teléfono de alguien que podía venderles la lancha y la gasolina para el viaje. Llamaron, y el traficante les dijo que le volvieran a llamar al día siguiente a otro número. Quedaron con él de noche, en la playa, para entregarle la suma acordada. El individuo, embozado en un turbante, les aseguró que al día siguiente podrían recoger su barca en el puerto artesanal. Estaría señalada con un paño rojo en la proa. Cumplió su palabra.

En el calabozo del Cuartel Regional de la Seguridad, Bubalele se lleva sus fuertes manos a la cara como si quisiera arrancársela y gime: "Quiero ir a Canarias. Es mi derecho". Mañana, él y sus compañeros serán trasladados en autobús hasta Rosso y entregados a las autoridades de Senegal. En los últimos tres meses, el Gobierno mauritano ha devuelto a 800 inmigrantes en las fronteras de ese país y de Malí.

El puerto de Nuadibú, en el que hay más de 1.000 embarcaciones de pesca (cayucos) desde las que los inmigrantes intentan llegar a Canarias.EFE

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