Columna

Capote

De pronto, aquel escritor tan divertido, inteligente y frívolo, que volaba como una mariposa amarilla por las fiestas de Nueva York, de Tánger y Taormina, al final de un desayuno con diamantes se encontró de frente con el Mal Absoluto. En Kansas dos asesinos habían acabado con la vida de los cuatro miembros de una familia. Truman Capote leyó la noticia con un martini en la mano, se quedó pensando y luego la recortó lentamente con unas tijeras. En realidad había imaginado que ese crimen horrible podía ser relatado con todo pormenor con las misma palabras que él hasta entonces había utilizado en...

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De pronto, aquel escritor tan divertido, inteligente y frívolo, que volaba como una mariposa amarilla por las fiestas de Nueva York, de Tánger y Taormina, al final de un desayuno con diamantes se encontró de frente con el Mal Absoluto. En Kansas dos asesinos habían acabado con la vida de los cuatro miembros de una familia. Truman Capote leyó la noticia con un martini en la mano, se quedó pensando y luego la recortó lentamente con unas tijeras. En realidad había imaginado que ese crimen horrible podía ser relatado con todo pormenor con las misma palabras que él hasta entonces había utilizado en las historias de ficción, con palabras rítmicas, brillantes y exactas, para crear de esta forma un nuevo género literario, nacido de las páginas de sucesos. Capote dejó a un lado el ingenio feliz de los saraos y quiso conocer personalmente a las que iban a ser ahora sus nuevas criaturas literarias. Logró acceder hasta la celda de los asesinos en la cárcel, pasó largo tiempo escrutando sus rostros, se ganó su amistad y así pudo investigar sus vidas metiendo el bisturí hasta el fondo más oscuro. El resto ya es conocido. La novela A Sangre Fría, de Capote, inauguró lo que en adelante se llamaría nuevo periodismo. Alguien ha escrito que si Jesucristo, en lugar de morir en la cruz, hubiese sido condenado a doce años y un día, en el supuesto de haber existido el cristianismo, cosa improbable, habría carecido de todo interés. Capote comenzó a escribir la novela por entregas y a medida que el relato iba avanzando, su compasión por los asesinos era neutralizada por la necesidad de que fueran ahorcados a fin de que su historia alcanzara un gran éxito literario. Llegó un momento en que el amor por uno de ellos desarrolló, a su vez, la perfidia más refinada en el alma del escritor. Te amo, parecía decirle con los ojos, pero deberás ir al patíbulo para que mi obra se salve. Capote ignoraba que en ese momento también él acababa de entrar con los asesinos en el corredor de la muerte. Se acabaron las fiestas de Nueva York, los turbios almohadones de Tánger, las buganvillas de Taormina y comenzó el furioso alcohol y las pastillas. El escritor quiso asistir a la ejecución de sus criaturas literarias. Se le vio de pie entre el público mientras los verdugos preparaban las sogas, pero Capote en realidad ya había muerto y sólo desde la propia muerte logró escribir el último capitulo de su novela. ¿Quién hubiera preferido a un Truman Capote compasivo? Esta es la maldad de la belleza.

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