Columna

Strómboli

Un halcón marino estaba extasiado en el espacio de la isla de Strómboli y desde una altura que sabrepasaba la boca del volcán avistó un pez en el mar; de repente se plegó sobre sí mismo para convertirse en un dardo y se precipitó en el abismo a una velocidad mortífera hasta hundirse en el agua. El halcón emergió al instante con el pez en el pico; a continuación lo dispuso entre las garras a modo de quilla para evitar la resistencia del aire y ascendió de nuevo hacia la cima del monte, seguido de la hembra, que parecía admirar semejante proeza porque volaba a su lado con alas muy suaves. Ambos ...

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Un halcón marino estaba extasiado en el espacio de la isla de Strómboli y desde una altura que sabrepasaba la boca del volcán avistó un pez en el mar; de repente se plegó sobre sí mismo para convertirse en un dardo y se precipitó en el abismo a una velocidad mortífera hasta hundirse en el agua. El halcón emergió al instante con el pez en el pico; a continuación lo dispuso entre las garras a modo de quilla para evitar la resistencia del aire y ascendió de nuevo hacia la cima del monte, seguido de la hembra, que parecía admirar semejante proeza porque volaba a su lado con alas muy suaves. Ambos compartieron la pesca en un risco de lava muy alto. El volcán Strómboli suelta un cañonazo cada veinte minutos desde el fondo de sus entrañas, acompañado por un vómito de fuego, que discurre por una ladera hasta fundirse en el mar como en una fragua. Después sigue el silencio, que en esta isla es otro mineral. El silencio de Strómboli, como otra forma de lava ya petrificada, ha invadido desde hace miles de años los callejones del pueblo de San Vicenzo, el interior de las casas, el fondo de las almas de unos seres que te ven pasar, miran y callan. A medida que iba subiendo por una senda hacia la boca del volcán el olor a humo se apoderaba del aroma de las plantas silvestres y después de tres horas de camino era yo mismo quien echaba carbonilla por la nariz, pero a través de una nube oscura, desde la ladera, veía el violento mar como un acero bruñido bajo el acantilado y en el horizonte había una barca solitaria que faenaba en la pesca del atún rojo. Junto de la plazaleta de la iglesia del pueblo, la fachada de una casa color de rosa exhibe una lápida que explica que allí vivieron una pasión tórrida la actriz Ingrid Bergman y el director Roberto Rossellini durante el rodaje de la película Strómboli. Pese a la convulsión cósmica de la isla, aquella pasión atrae mucho más al viajero que cualquier explosión de lava. El volcán está vomitando piedras incandescentes desde el principio de los tiempos y con una cadencia medida su rugido durante el sueño penetra en todos los cerebros hasta asimilar la propia locura con la ira de Dios. Pero en la isla de Strómboli, de padres a hijos se ha ido pasando la leyenda de que en el silencio más compacto de la noche los gemidos de amor salvaje de Ingrid Bergman se oían por todo el pueblo como un contrapunto a los rugidos del volcán. La historia de esta pasión, junto con el vuelo limpio y fulminante del halcón marino, es la que desafía a la naturaleza y redime al viajero.

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