Columna

A un amigo

Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Gran Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista y los ojos un poco dormilones era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes soñadores, a las adolescentes con la cabeza llena de mariposas, que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible con toda la ansiedad en el diafragma. El primer paso hacia la gloria literaria consistí...

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Hubo un tiempo en que muchos caminos de la literatura llevaban al Gran Café de Gijón y allí, entrando a mano derecha, estaba el timonel de esa vieja gabarra sentado en un taburete, de espaldas a su taquillón de tabaco y lotería. Alfonso, el cerillero, con chaqueta azul de maquinista y los ojos un poco dormilones era el que cortaba el ticket en la puerta a los jóvenes soñadores, a las adolescentes con la cabeza llena de mariposas, que entraban azorados por primera vez en el café en busca de algo inaprensible con toda la ansiedad en el diafragma. El primer paso hacia la gloria literaria consistía en comprarle un paquete de cigarrillos o unos chicles al cerillero, quien brevemente avisaba a estos neófitos del peligro que podían correr en medio de aquella humareda donde se dibujaban las siluetas de muchos fantasmas, unos vivos y llenos de ingenio, otros que ya estaban muertos aunque tenían el café con leche humeándoles la sotabarba. Nunca me he sentido mejor ni he sido más feliz que montado en esa vieja gabarra en aquellos días lejanos y azules de la juventud cuando nos sentíamos capitanes; he quemado media vida en ese espacio con el codo en la mesa y el puño en la mandíbula viendo pasar el universo por el ventanal, pero llegó un momento en que supe que el café Gijón también era una mala forma de envejecer y por eso, hace años, opté por bajarme en la primera parada y dejar que la nave se alejara en la niebla por la Castellana, río abajo. El tiempo ha desdibujado los rostros que un día nos fueron familiares; las risas con los amigos han adquirido en la lejanía un sonido neumático; los veladores poblados de figuras que se multiplicaban en los espejos se han convertido en humo amarillo. En medio de ese mundo que se ha ido desvaneciendo en el recuerdo, Alfonso, el cerillero, permanecía con el perfil imborrable de viejo chiroki. A veces le llamaba por teléfono sólo para fingirme que todo seguía igual. Si alguien preguntaba por mí, él decía simplemente: " ya no viene por aquí". Alfonso, el cerillero, ha muerto; se ha ido a vender tabaco y lotería a la oscura región de Hades donde se puede fumar y todos los números salen premiados. Pero la imagen de Alfonso, el cerillero, permanecerá congelada para siempre en todos los espejos del café Gijón reflejando una época feliz, a la que deberé volver en la memoria para no deponer nunca las armas. No son las grandes tragedias las que echan abajo las cajas del teatro de nuestra vida sino la muerte de algún amigo fiel que sin darnos cuenta nos sustentaba.

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