Análisis:A pie de obra | TEATRO

Últimos domicilios conocidos

Uno. Berlín. En 1938, cuando la Segunda Guerra aún no había estallado y la barbarie nazi parecía un mito izquierdista, una joven periodista americana, Kathrine Kressman Taylor, publicó en Story Magazine un relato de apenas noventa páginas que abriría muchos ojos: Adress Unknown (Paradero desconocido, RBA, 2000), la correspondencia entre dos amigos del alma, Max Eisenstein y Martin Schulse, alemanes y socios de una galería de arte en San Francisco. Durante la primera parte, fechada en 1932, Max recibe las cartas de Martin como las sucesivas entregas de un info...

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Uno. Berlín. En 1938, cuando la Segunda Guerra aún no había estallado y la barbarie nazi parecía un mito izquierdista, una joven periodista americana, Kathrine Kressman Taylor, publicó en Story Magazine un relato de apenas noventa páginas que abriría muchos ojos: Adress Unknown (Paradero desconocido, RBA, 2000), la correspondencia entre dos amigos del alma, Max Eisenstein y Martin Schulse, alemanes y socios de una galería de arte en San Francisco. Durante la primera parte, fechada en 1932, Max recibe las cartas de Martin como las sucesivas entregas de un informe clínico, narrando con pavorosa precisión el avance del virus que ha poseído a su amigo. Martin, un hombre culto, refinado, racional, intenta justificar su abrazo a la causa hitleriana en nombre del terrible "bien común": la recuperación del orgullo, de la economía, de la patria. Naturalmente, hay que hacer algún que otro sacrificio. Unos cuantos daños colaterales, como se dice ahora. Se requiere la extirpación del foco infeccioso, previamente señalizado con una estrella davídica. Una estrella como la que luce en su hombro Giselle, hermana de Max y antiguo amor de Martin, residente en Viena pero empeñada en aceptar un papel protagonista en Berlín. Del informe clínico pasamos, en un giro casi hitchcockiano, a la revenger's tragedy: la segunda parte de esta breve y rotunda obra maestra narra la maquiavélica y justísima respuesta de Max, que, por supuesto, no desvelaremos aquí. Paradero desconocido fue filmada en 1944 por William Cameron Menzies, con Paul Lukas y Morris Carnovsky, una de las joyas olvidadas del cine americano de la época. Hará un par de años, Françoise Petit la llevó al teatro en Francia, y una pareja de documentalistas, Chayé y Treiner, revelaron que se trataba de un "relato real" juntando ante la cámara, para la cadena Arte, a Heinrich Schulse y Lena Eisenstein, los hijos de sus protagonistas. La temporada anterior, Fernando Bernués hizo su propia adaptación, estrenada en San Sebastián, con Kike Díaz de Rada e Isidro Fernández. El pasado 12 de enero, en una coproducción de Tantaka y el Centre d'Arts Escèniques de Reus, Adreça desconeguda llegó al Teatre Bartrina, donde ha obtenido un éxito clamoroso, igualmente bajo la batuta de Bernués y con dos superestrellas: Jordi Bosch y Ramon Madaula. Bernués ha descartado el fácil recurso de la lectura de cartas en escena, como en tantos otros textos epistolares, optando por la interpretación pura y dura, matizadísima, de ambos actores: Jordi Bosch (Max) pasa de la incredulidad inicial al dolor creciente, ingobernable, y a la furia vengativa y gélida de la parte final, como si hubiera vivido tres vidas (o tres muertes) en poco menos de un año; Ramon Madaula (Martin) recorre un periplo igualmente vertiginoso, de la implacable "racionalidad" del converso al desmoronamiento y el pavor del acosado, cuando ve cernirse sobre él la trampa que marcará el fin de la partida. La flamante traducción catalana, a cargo de Ernest Riera, genera en el público ecos de nuestra propia tragedia: podemos imaginarnos, perfectamente, al personaje de Bosch viviendo en París en 1935; y a Madaula en Burgos, afiliado a Falange, tratando de convencerle de la necesidad de la cruzada; y colocar en el invisible rol de Giselle a una Carmela empeñada en montar Bernarda Alba en la Sevilla de Queipo de Llano. Una pieza espléndida, feroz y conmovedora, de suspense creciente, al que sólo le falta controlar un poco el volumen de la música, hermosa música, interpretada en directo por Fanny Silvestre y Roger Mas, y que a ratos tapa un poco (o subraya innecesariamente) los parlamentos del dúo protagonista.

Dos. Paracuellos. No ha tenido suerte Laila Ripoll, autora y directora de Los niños perdidos, una función pequeña, íntima, casi un oratorio para cuatro voces que, por azares (o imprevisiones) de la programación del CDN ha saltado de la sala de la Princesa al inadecuadísimo espacio del María Guerrero. Decadencia, de Berkoff, uno de los espectáculos más esperados de la temporada madrileña, con Blanca Portillo y Mario Gas dirigidos por Lavelli, saltó de cartel y viajó también hacia un paradero desconocido por razones inexplicadas, apenas dos semanas antes de su estreno. Los niños perdidos, a la fuerza ahorcan, se encontraron más fantasmales que nunca, con mucho más espacio vacío a su alrededor y, ay, en el desértico patio de butacas. Dicho de otro modo: que en el María Guerrero, y pese a la incuestionable entrega de sus actores (Juan Ripoll, Mariano Llorente, Marcos León, Manuel Agredano), el vindicativo melodrama de Laila Ripoll se queda en los huesos. La autora viaja, con buenísima intención, a uno de aquellos tremendos albergues del Auxilio Social de nuestra posguerra que retrató, con similar mixtura de verdad y truculencia, el dibujante Carlos Giménez en su famosa serie autobiográfica Paracuellos. La carne de la crónica de Laila Ripoll está en el lenguaje, vivo, fresco y con muy buen oído para los modismos de Lázaro, el Marqués, Jesusín el Cucachica y El Tuso, los críos/víctimas de aquella época hedionda. Hay dos monólogos espléndidos, el viaje hasta el asilo de Cucachica/Agredano, y el horror de las matanzas de Badajoz, con la purísima evocación de la familia desaparecida de Lázaro/Ripoll (la madre guapa y morena que sabía tantas canciones, el padre con gafas que hacía trenes con cajitas de cartón) en la línea del Marsé de Si te dicen que caí, pero en su conjunto predomina un registro infantiloide bastante fatigoso: uno no acaba de saber si están en un asilo de hospicianos o de deficientes mentales, aunque eso puede explicarse por un guiño final que tampoco conviene revelar. Lo peor es que las acciones escénicas, la osamenta de la pieza (ahora jugamos al Guerrero del Antifaz, ahora cantamos canciones imperiales, ahora hacemos el tren, ahora una procesión) hacen pensar en un imposible cruce entre El florido pensil y La clase muerta o en un auto sacramental de La Zaranda guionizado por Gilbert Cesbron.

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