Análisis:

El falso Líbano de Irak

La teoría recibida es la de que Irak inicia el próximo día 15 su vida política y democrática regularizada con las elecciones legislativas posconstituyentes. El país se dio ya un texto magno aprobado por la ciudadanía, y la cámara que salga de los comicios aspirará a ser el reflejo de su configuración política. Y, sin embargo, ni va a haber vida democrática, ni el Parlamento va a ser más que una fórmula de paso, ni a la Constitución le da hoy crédito prácticamente nadie.

Aparentemente, la guerra es la culpable de todo lo anterior. Nadie duda de que unas elecciones más o menos no van a de...

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La teoría recibida es la de que Irak inicia el próximo día 15 su vida política y democrática regularizada con las elecciones legislativas posconstituyentes. El país se dio ya un texto magno aprobado por la ciudadanía, y la cámara que salga de los comicios aspirará a ser el reflejo de su configuración política. Y, sin embargo, ni va a haber vida democrática, ni el Parlamento va a ser más que una fórmula de paso, ni a la Constitución le da hoy crédito prácticamente nadie.

Aparentemente, la guerra es la culpable de todo lo anterior. Nadie duda de que unas elecciones más o menos no van a desarmar a la guerrilla, terrorista y resistente, y que, si acaso, la violencia va a ser aún mayor tras los comicios para impedir que se afiance el régimen. Pero hay más.

Sostener, como se hace, que las fuerzas extranjeras han de permanecer para evitar lo que se está produciendo no es más que una tautología

La gran mayoría de los que ahora voten y elijan, lo hacen no tanto para afirmar un régimen como para cumplir una serie de momentos procesales que acerquen lo más posible lo que la gran mayoría del pueblo desea: la retirada del ejército de anglosajones y acólitos, que garantiza el mantenimiento del poder actual.

Así, en una reciente conferencia de políticos e intelectuales iraquíes junto con expertos del resto del mundo árabe, que organizó en Madrid la Fundación Rafael del Pino, dirigida por Emilio Cassinello y Shlomo Ben Ami, una cosa quedaba clara. La mejor defensa que los presentes hacían de la Constitución era considerarla provisional, un texto en torno al cual desarrollar un pos- sadamismo, que habría que revisar a fondo hasta dejarlo irreconocible, en un futuro sin fuerzas de ocupación en el país.

Pero, entre tanto, lo que sí corren el riesgo de consagrar las sucesivas ceremonias electorales que culminan el día 15 es un tipo de Estado que no quiere nadie en el resto del mundo árabe, y que bastantes, aunque lo voten, repudian en el propio Irak.

Ese nuevo régimen es el de un país federal libanizado con un Estado kurdo, al norte, independiente en todo menos en el nombre; un retal de país en el centro, de escasa capacidad de decisión sobre los asuntos comunes, que albergue la minoría suní, y una entidad política chií dominadora en el sur, además de mayoritaria, como lo es demográficamente en el país, en el poder central. Y tanto kurdos como chiíes en perfecto control de los ricos recursos petrolíferos de sus zonas respectivas, mientras que el país suní carece tanto de esos recursos como de voz, voto y disfrute del crudo.

Pero, aún peor, todo ello sin las garantías de reparto del poder entre comunidades, suní, chií, maronita y drusa, que sí existen en Líbano. Es un Irak al revés, o negativo del Irak histórico, que puede pasar hoy de glacis defensivo del mundo árabe suní ante el chiísmo de Irán, como lo había sido desde su creación por los británicos en 1922, a glacis también, pero del chiísmo de Teherán frente al sunismo, muy mayoritario en el islam. En vez de un Estado-baluarte orientado Oeste-Este, un Estado asociado Este-Oeste.

De oído y a la vista

¿Por qué ha consentido, o aun impulsado, Estados Unidos una evolución política que favorece a su presunto archienemigo de Teherán? En primer lugar porque Washington, en su aventura iraquí, ha navegado de oído y a la vista, mostrando muy poco sentido en uno y otro caso; pero también porque dar satisfacción a kurdos -suníes, pero no árabes- y chiíes era la manera de congregar una rápida mayoría en favor del derrocamiento de Sadam Husein, así como impedir que la mayoría chií se sumara masivamente a la insurrección, reconociendo, como precio, la preeminencia de esta rama del islam en lo que quede de poder central.

Y, por último, porque Israel sale largamente beneficiado en el equilibrio de poder en Oriente Próximo, en la medida en que se devalúa la existencia misma del Estado iraquí.

¿Es aún posible la marcha atrás? No está claro, pero, si es así, parece que debería pasar por la completa retirada del contingente militar extranjero, eliminando con ello una de las justificaciones de la insurgencia si no las del terrorismo, para dejar paso a la intervención de la Liga Árabe, quizá por medio de una fuerza de interposición que protegiera la organización de una conferencia general de todas, sin excepción, las fuerzas políticas; que entonces hubiera o no nuevas elecciones sería materia a decidir sólo por los iraquíes.

No hay que pensar que eso vaya a poner fin sin más al derramamiento de sangre, pero sostener, como se hace habitualmente incluso desde la oposición a la guerra, que las fuerzas extranjeras han de permanecer para evitar lo que se está produciendo no es más que una tautología.

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