Columna

Haraquiri

Asistí el lunes pasado en el teatro Alfil a la representación de No te olvides de matarme, una obra excelente escrita y dirigida por Emilio Ruiz Barrachina. Y como la mente humana es un polvorín de imágenes que fluyen con la velocidad de la luz, en algunos momentos de la representación me acordaba del Real Madrid que, como Doña Sofía y Silvia, las frustradas mujeres de la obra, lleva ya dos años largos de desgracias deportivas y, por tanto, puede decirse que se ha apuntado a un haraquiri permanente. La acción de No te olvides de matarme transcurre en 1982 en el salón desvencijado...

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Asistí el lunes pasado en el teatro Alfil a la representación de No te olvides de matarme, una obra excelente escrita y dirigida por Emilio Ruiz Barrachina. Y como la mente humana es un polvorín de imágenes que fluyen con la velocidad de la luz, en algunos momentos de la representación me acordaba del Real Madrid que, como Doña Sofía y Silvia, las frustradas mujeres de la obra, lleva ya dos años largos de desgracias deportivas y, por tanto, puede decirse que se ha apuntado a un haraquiri permanente. La acción de No te olvides de matarme transcurre en 1982 en el salón desvencijado de la casa de la anciana Doña Sofía -personaje interpretado por la gran Ángeles Macua-, una mujer que recuerda sus días de gloria adolescente cuando recibía en Melilla postales de un enamorado suyo que era nada menos -visto desde hoy- que el entonces teniente Francisco Franco. Estas postales no son un invento de Ruiz Barrachina: son postales reales que salieron a subasta pública hace menos de 10 años.

A Doña Sofía la atiende desde tiempos inmemoriales el moro -voz quizá políticamente incorrecta, pero que yo escribo porque para mí no tiene ni un 0,00000001 de connotación despectiva-, la atiende, digo, el moro Hamido. Este personaje -en muy buena interpretación de Eduardo Duro-, que habla el típico español del marroquí que tiene dificultades con la gramática, me recordó mi encuentro con un amigo marroquí precisamente la noche del sábado pasado en que el Real Madrid le ganó al Getafe por 1-0 y con pésimo juego, según la unanimidad de las crónicas.

Aquella noche estaba yo en casa de unos amigos en una calle próxima al estadio Santiago Bernabéu. Y los rugidos de las pitadas que recibió el Real Madrid se colaban a través de las paredes de aquella vivienda y -hay que suponer aunque uno no tenga pruebas- de muchas otras docenas de viviendas diseminadas por el paseo de la Castellana y de las calles Padre Damián, Rafael Salgado, y Concha Espina, contiguas al Santiago Bernabéu. La escritora santanderina Concha Espina -estamos conmemorando el 50º aniversario de su muerte en Madrid- es, por cierto, la autora de la novela Copa de horizontes, un título alentador para el Real Madrid que debe ya empezar a soñar con esa Liga de Campeones que se columbra en lontananza (¿uno, seis, 35 años?).

Los rugidos del público, en la noche del sábado, fueron impresionantes aunque ignoro si se oyeron -me imagino que sí- en la calle de Mateo Inurria, que siempre asocio con el domicilio del desaparecido diario Ya, un auténtico bastión de la prensa católica. Pero lo que sí me atrevo a afirmar, aunque también carezca de pruebas, es que aquellos desesperados pitidos y gritos, a pesar de su furia, no llegaron hasta la calle del Real que desemboca -o nace, hasta ahí no llega mi información- en la plaza del Ayuntamiento de Colmenar Viejo. En este municipio de la sierra madrileña, en cuya parroquia de Nuestra Señora de la Asunción se podría muy bien representar No te olvides de matarme pues queda allí todavía alguna reliquia viva de impronta franquista, el próximo miércoles, se inaugura la Biblioteca Municipal Miguel de Cervantes, que ha costado alrededor de 2.600.000 euros, o sea, euro arriba o abajo, el precario sueldo trimestral de cualquiera de los galácticos del Real Madrid.

Hamido lleva a la casa a Silvia -personaje que interpreta la excelente actriz Esther Luna-, una mujer joven, drogadicta, ex policía, pensando en que esta joya de la Corona británica tendrá agallas para cumplir la cruda promesa que él le hizo a Doña Sofía y que, ay, se siente incapaz de cumplir. El ventanal de la casa, por arte del escenógrafo Luis Torroba, se convierte en una pantalla de proyección, donde a lo largo de la obra aparecen las postales transidas de amor que Franco le envió a Doña Sofía, así como fotos de aquella época. La prosa de las postales revela que Franco tenía un corazón de oro y una sensibilidad poética que para sí quisiera Virgilio, el autor del verso onomatopéyico stetit illa tremens (se quedó ella temblando), referido a una flecha y que, por tanto, por hablarse en el texto de un arma arrojadiza que a cualquiera le puede sacar un ojo, le habría encantado a Franco. Al salir del teatro Alfil leí en un letrero: Calle del Pez. Hasta el letrero de la calle parecía que le seguía silbando al Real Madrid.

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