Columna

Puente

Cuando aparezca esta columna ya habremos recorrido un tramo del puente de la Constitución, también llamado puente de la Inmaculada, una institución bastante reciente, pero ya muy arraigada en la vida nacional. Algunos reprueban el descalabro que supone el que todo el país se tome una semana larga de asueto por el morro, con la consiguiente parálisis laboral y administrativa. Algo de razón llevan en ello, sobre todo cuando están en puertas las fiestas navideñas. Pero también es cierto que en la economía actual es más productivo el consumo que la producción, y más virtuoso el despilfarro que el ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Cuando aparezca esta columna ya habremos recorrido un tramo del puente de la Constitución, también llamado puente de la Inmaculada, una institución bastante reciente, pero ya muy arraigada en la vida nacional. Algunos reprueban el descalabro que supone el que todo el país se tome una semana larga de asueto por el morro, con la consiguiente parálisis laboral y administrativa. Algo de razón llevan en ello, sobre todo cuando están en puertas las fiestas navideñas. Pero también es cierto que en la economía actual es más productivo el consumo que la producción, y más virtuoso el despilfarro que el ahorro. El que se va de vacaciones gasta y hace circular el dinero, mientras que al que cultiva patatas hay que subvencionarlo y encima ayudarle a destruir el excedente de patatas que, para colmo, engordan. De modo que el puente es una bendición.

Y es natural que así sea, porque este elemento festivo que tanto nos favorece está perfectamente diseñado por el azar. En primer lugar, porque no es fijo, sino que crece o mengua según el año, cosa que le confiere en los años buenos un elemento de urgencia de lo más rentable, porque en la industria del ocio, la demanda no la genera la necesidad, sino el capricho.

En segundo lugar, porque este puente, como los puentes de verdad, se sustenta sobre dos sólidos pilares. El dogma de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, después de largos siglos de disputas teológicas encarnizadas, con intervención de no pocos filósofos y algún santo, así como alguna que otra excomunión. La Constitución de 1978 culmina también un proceso de siglos, cargado de intentos, pronunciamientos, derogaciones y no pocos fusilamientos. Ahora son dos símbolos de la perseverancia, idóneos para aguantar el peso de los vehículos, el embate de las aguas y la merma económica de nuestra extravagancia. Como los colosos, que en el Lejano Oriente se alzan a la entrada de los templos sintoístas para protegerlos de asechanzas, la Inmaculada y la Constitución velan por los españoles mientras éstos se toman un descanso, aunque muchos no presten atención a su existencia y otros, más atravesados, todavía pongan en duda que ambos fueron concebidos sin pecado original.

Archivado En