Columna

Energúmenos

El debate iba más o menos así: "...te voy a denunciar al inquisidor, y arderás vivo, sé cauto, porque ahora te lo digo por última vez"; "¿Esos son tus argumentos? ¿De ese modo enseñas a los hombres? Admiro tu carácter apacible"; "Tendré calma para esperar los haces de leña que has de llevar a la hoguera...". Voltaire, en su Diccionario filosófico, con todo el vigor de su talento, reflejaba así en el siglo XVIII el diálogo imposible entre un energúmeno y un filósofo. Con todas sus variantes, el choque dialéctico persiste y se transforma. Por ejemplo, ahora mismo, desde la política españo...

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El debate iba más o menos así: "...te voy a denunciar al inquisidor, y arderás vivo, sé cauto, porque ahora te lo digo por última vez"; "¿Esos son tus argumentos? ¿De ese modo enseñas a los hombres? Admiro tu carácter apacible"; "Tendré calma para esperar los haces de leña que has de llevar a la hoguera...". Voltaire, en su Diccionario filosófico, con todo el vigor de su talento, reflejaba así en el siglo XVIII el diálogo imposible entre un energúmeno y un filósofo. Con todas sus variantes, el choque dialéctico persiste y se transforma. Por ejemplo, ahora mismo, desde la política española, un enfrentamiento de ese tenor contamina la vida civil día tras día. El objetivo: demoler por cualquier motivo al adversario aunque, de paso, se desgarre la textura de la convivencia. En los remolinos de tales turbulencias tratan de pescar todo tipo de oportunistas. No es un paisaje amable, desde luego. Pero es lo que hay, y se hace necesario mantener la calma. El energumenismo, un fenómeno tan viejo como la historia, tan descorazonador como una catástrofe y tan tremendo como una pesadilla, carga con la razón ficticia del fanático a quienes lo practican, pero no modifica la sustancia de los argumentos. Ante el espectáculo de una derecha que prescinde de los intelectuales y se ampara en los propagandistas, la izquierda, más que nunca, está obligada a preservar el talante genuino del liberalismo. Y la prudencia. No se trata de una responsabilidad cualquiera. Nos jugamos en el episodio los márgenes de una libertad trabajosamente construida. Tal vez piensen algunos que el lenguaje descalificador, el tremendismo y la palabra gruesa (con los que puede elaborarse hoy todo un diccionario de cierta retórica partidista) son las armas legítimas de una táctica democrática. Allá ellos. De la estupefacción en la opinión pública, que retratan demoscópicamente las encuestas (hay que estar muy ciego para no ver que las llamas devoran por igual la confianza a un lado y al otro del espectro), se deriva una lección muy clara para la mayoría plural en el Congreso: sacar adelante las reformas. Aunque sólo sea por higiene, para desmentir aquella máxima volteriana según la cual la política consiste en "el arte de mentir a propósito".

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