Columna

Lledó, un exorcista y Luis Aragonés

No fue mala idea, después de la que había caído el sábado en Madrid, llevar al programa El público de Canal Sur del domingo a un hombre como Emilio Lledó, que acaba de firmar un libro con el título de Elogio de la infelicidad. Pese a las limitaciones que tiene el tratamiento de un tema como ése en televisión, quedó claro que el título no responde a un nihilismo enemigo de la vida ni a una invitación a la renuncia a la felicidad. Al contrario: Lledó habla de la felicidad como algo que no está ni tan lejos ni tan entre tinieblas como las religiones pretenden hacernos creer. Desde l...

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No fue mala idea, después de la que había caído el sábado en Madrid, llevar al programa El público de Canal Sur del domingo a un hombre como Emilio Lledó, que acaba de firmar un libro con el título de Elogio de la infelicidad. Pese a las limitaciones que tiene el tratamiento de un tema como ése en televisión, quedó claro que el título no responde a un nihilismo enemigo de la vida ni a una invitación a la renuncia a la felicidad. Al contrario: Lledó habla de la felicidad como algo que no está ni tan lejos ni tan entre tinieblas como las religiones pretenden hacernos creer. Desde luego, la felicidad de la que se trata no es un estado de eterna contemplación ni una infinita acumulación de prótesis mientras el cuerpo aguante. La cuestión está en apuntar en una dirección distinta a la que indican las señales de tráfico que pautan nuestras vidas (y que en el televisor parpadean sin descanso) e intentar construir día a día la coherencia con el hecho de estar vivo y ser un individuo responsable de lo que hace consigo mismo, de su manera de estar con otros y de construir entre todos la vida en común.

Y eso tenía que ver con la manifestación del sábado algo muy importante que la nueva extrema derecha de este país no quiere oír: no hay que profesar ninguna religión para ser un individuo con dignidad y valores morales y para ser tan exigente en el respeto de los derechos de absolutamente todos (incluido el derecho a no ser adoctrinado) como Lledó demostró. El laicismo es en sí mismo una posición moral que se sustancia en el único principio absolutamente compartible por todos, que es el del reconocimiento de la dignidad humana como base de cualquier forma de estar juntos en este mundo. Reclamar la calidad moral exclusivamente para los que profesan una religión responde a una avaricia del paraíso que es incluso de mal gusto.

Eso fue el domingo. El lunes, todos los informativos de todas las cadenas, incluida La Nuestra, dieron como noticia el estreno en España de una película de exorcistas basada en un hecho real ocurrido en Alemania en los años setenta. Es odioso que los informativos incluyan publicidad gratuita de determinado cine. Pero esta vez la cosa ha ido más lejos. La distribuidora de la película ha elegido para su presentación en nuestro país al padre Fortea, uno de los siete exorcistas que hay en España. El reclamo publicitario (que pasó sin filtro de los pressbooks al texto de los noticiarios) es que por fin se ofrecen las dos versiones, la de la razón y la de la fe, en un tema tan discutido. Esta manera de poner en pie de igualdad "las dos versiones" es el principio del camino que lleva a echar a Darwin de las escuelas y enseñar el creacionismo. Un periodista le preguntó a Fortea por qué el diablo posee a las personas, y él contestó literalmente: "Para hacer sufrir, me ha dicho".

Pero el martes los periodistas le preguntaban a Luis Aragonés si temía al ambiente en el que la selección española tenía que jugar un partido, y él dijo completamente en serio: "No hay infierno, hombre". Un periódico granadino tituló así esa misma información: "España no cree en el infierno". Yo me quedo con Lledó.

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