Crítica:

El fondo de la noche

Tras haber obtenido el Premio Velázquez de las Artes Plásticas de 2005, Pablo Palazuelo (Madrid, 1916) exhibe de nuevo su obra en el Reina Sofía, donde ya había realizado una retrospectiva en 1994. Dadas las circunstancias, el comisario de la actual muestra, Kevin Power, ha decidido con buen criterio que ahora se exponga lo realizado por el artista durante los últimos diez años, que no sólo es obviamente lo último, sino constituye el resultado de una auténtica década prodigiosa desde el punto de vista creador. Es prodigiosa, sin duda, la actividad entre los 80 y 90 años, pero, por encima de to...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Tras haber obtenido el Premio Velázquez de las Artes Plásticas de 2005, Pablo Palazuelo (Madrid, 1916) exhibe de nuevo su obra en el Reina Sofía, donde ya había realizado una retrospectiva en 1994. Dadas las circunstancias, el comisario de la actual muestra, Kevin Power, ha decidido con buen criterio que ahora se exponga lo realizado por el artista durante los últimos diez años, que no sólo es obviamente lo último, sino constituye el resultado de una auténtica década prodigiosa desde el punto de vista creador. Es prodigiosa, sin duda, la actividad entre los 80 y 90 años, pero, por encima de todo, asombran sus resultados, que son un suma y sigue de 60 años de dedicación intensa al arte, llegando al final a la cota máxima de misterio. Quienes hayan seguido la trayectoria de este solitario, por completo ensimismado en su hacer, saben bastante de esta sorprendente deriva final que, sin desmentir nada de lo que había hecho desde siempre, se ha como despegado en un vuelo de exploración por la intimidad de la naturaleza con la ayuda de su potencia imaginativa. Hemos ido atisbando este viaje interior-exterior porque Palazuelo, que es puntual y ordenado como todo buen anacoreta, periódicamente nos mostraba la cartografía de sus hallazgos. Con lo que ahora nos enfrentamos es, no obstante, con más de un centenar de obras, óleos, guaches, esculturas y dibujos, cuya conjunción nos produce el vértigo de la magnitud, vértigo sublime.

PABLO PALAZUELO: 1995-2005

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía

Santa Isabel, 52. Madrid

Hasta el 9 de enero de 2006

¿Cómo definir esta colosal tarea de alguien que ya no vive sino por y para lo que hace? Podemos intentar describir el efecto que nos producen las formas que extrae, que han incrementado ciertamente su sentido orgánico, pero que también aportan resonancias de un mundo gótico y hasta de una peculiar cristalización del pop. No sé; pero esta sorprendente mixtura entre lo gótico y lo popular a mí me lleva a recordar a El Bosco, ese alquimista experto en ángeles y demonios, en ángulos y separaciones.

Puede parecer arriesgada esta conjetura cuando se trata de un artista de tramadas visiones geométricas, aunque sepamos que su concepción matemática ha estado alimentada desde el principio por la mística sufí, lo cual no contradice la ciencia, sino tan sólo la trasciende. Por lo demás, su diálogo con lo invisible es una ciega inmersión, pero, en la que la oscuridad y el silencio se aprestan a auscultar la palpitación luminosa y sonora del caos, la retorta donde se fraguan las estructuras y los ritmos de la materia. De esta inmersión en lo abisal, el visionario Palazuelo trae imágenes que plasma con una precisión maniaca, donde cada color, cada trama, cada forma, cada trazo están medidos. Éste ha sido y es su método.

Pero, entonces, ¿qué le está

pasando ahora tan peculiar? Para explicármelo, pienso en algo así como la captación del temblor, el deshilachamiento de los bordes, la aprehensión sensible de los límites. De repente, Palazuelo se ha aproximado al instante de la ignición al misterio último de la energía. Es emocionante. Es, como así lo corroboran las series ahora copiadas, el mundo de lo abisal, lo onírico, lo sideral, lo ondulatorio, lo transversal, lo angular, lo virtual, lo conjuntivo, lo tectónico...; en suma: las claves del signo, los umbrales del soplo creador. Es por eso quizá que sus tramas ahora titilan con el aliento de una poesía astral. Es por eso también que el recorrido de la exposición, sabiamente trabado en un laberinto armónico por Patricia Reznac y César Cabanas, produce en el visitante el estremecimiento de un escalofrío, como si al final del mismo se tuviera la convicción de regresar de un más allá. Una experiencia única e inolvidable: la de haber viajado al fondo espacial de la noche.

Archivado En