Análisis:A pie de obra | TEATRO

'Flor de otoño': hay más fuera que dentro

Cada tantos años alguien dice: "Hay que hacer algo de Rodríguez Méndez, ese gran marginado" (Premio Larra, Premio Nacional, Premio Max), y cada tantos años, pues, alguien desempolva Flor de otoño. En mi recuerdo adolescente, era infinitamente mejor obra Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, que se estrenó, con dirección colectiva, en el colectivísimo Grec 76, e inauguró, dos años después, la andadura del Centro Dramático Nacional, que acaba de abrir temporada con, lo adivinaron, Flor de otoño. Rodríguez Méndez es un peso pesado de la queja (el franquismo proh...

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Cada tantos años alguien dice: "Hay que hacer algo de Rodríguez Méndez, ese gran marginado" (Premio Larra, Premio Nacional, Premio Max), y cada tantos años, pues, alguien desempolva Flor de otoño. En mi recuerdo adolescente, era infinitamente mejor obra Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, que se estrenó, con dirección colectiva, en el colectivísimo Grec 76, e inauguró, dos años después, la andadura del Centro Dramático Nacional, que acaba de abrir temporada con, lo adivinaron, Flor de otoño. Rodríguez Méndez es un peso pesado de la queja (el franquismo prohíbe mis obras, en Cataluña no me quieren, en democracia no me montan) y uno haría lo que fuera para alegrarle la existencia, pero esta vez no ha habido suerte. Sabe Dios que lo he intentado con Flor de otoño. Por partida doble o triple, ya no recuerdo. Leída, montada, filmada. Sí, incluso llegué a ver aquella adaptación de Pedro Olea, cuyo cartel (José Sacristán empelucado y con boquita corazón) aún reaparece en mis peores sueños. La penúltima vez que vi Flor de otoño fue en Barcelona, en el desaparecido teatro Artenbrut. Un montaje minimal de Josep Costa, que obtuvo un gran éxito de público y crítica. Tal vez sea ése el formato más adecuado para esta función, porque la pieza es decididamente minimal. Curioso planteamiento: una obra que parece tener pretensiones épicas, con mucho cambio de escenario, mucho estrato social y mucha peripecia, pero de la que apenas alcanzamos a entrever el esqueleto, tanto textual como argumental.

Flor de otoño chirría cuando intentan convertirla en un gran espectáculo o en un melodrama histórico-operístico, algo así como una Tosca emplumada y con salsa Bolognini, como ha intentado hacer Ignacio García en el María Guerrero, aunque comprendo la jugada: hay filetes tan escuálidos que si no se rebozan no hay quien se los trague. "Rodríguez Méndez", dice el dossier de prensa, "nos presenta una ciudad que posee un misterio casi indescifrable, en la que se desarrollan (sic) los conflictos entre un individuo y unas capas sociales frente a 'lo convencional". Tan indescifrables son el misterio y los conflictos como la sintaxis de ese párrafo. Hay que creerse, de entrada, que el protagonista, Lluís Serracant (Fele Martínez), es un abogado de rancia alcurnia catalana que por las noches se traviste y canta cuplés en un cabaré canalla del Paralelo, lanza bombas en sus ratos libres y a la mañana siguiente vuelve al despacho sin que nadie se entere de sus aventuras nocturnas, como Pimpinela Escarlata. El autor asegura que tan insólito perfil está basado en un ciudadano censado en la Barcelona de los años treinta, pero esa triangulación turulata (abogado, locaza, anarquista) jamás resulta verosímil en el escenario ni mucho menos dramáticamente explicitada. Lluís Serracant (en arte, Flor de Otoño) tiene menos relieve que un papel secante, y sus "motivaciones", como se decía antes, permanecen en ese limbo misterioso al que parece aludir el dossier, pero el angelito no está solo en su inconsistencia: le acompañan su familia y sus compañeros de juerga y petardazo. En el primer apartado, el único personaje con un poco de carne (carne poética, muy estilizada, à la Giraudoux) es el de su mamá, doña Nuria de Cañellas (Jeannine Mestre), que vive en la inopia pero (o porque) ama apasionadamente a su retoño. Frente a una vidriera hórrida, como si no la hubieran limpiado en años, y sentados en unas sillas a las que sólo les falta la argolla del garrote, los burgueses catalanes de Rodríguez Méndez parecen esos niños que se disfrazan con las ropas de sus padres y juegan a tomar el té. En cuanto a la "escena anarquista", la catarata de gritos y estallidos mata dos pájaros de un tiro: cubre los diálogos y despierta a la audiencia. Poco pueden hacer los actores, desde luego, con esos personajes extraplanos y con una dirección agónica que apenas sabe moverlos por escena.

El gran agujero negro del montaje (con perdón) es el "descenso" al cabaré. Un cabaré en el que sus únicos espectadores, por lo que parece, son el portero, la señora del guardarropa, los dos amigos del chico, un matón, una parejita despistada y mucho humo para disimular. Se comprende la cara que se le pone al pobre Fele Martínez, que ha de salir a actuar ante tan selecta parroquia vestido de señora y gorjeando "dame, dame cocaína", aunque, según me dijeron, la hernia discal que padece (y de la que le deseo una pronta recuperación) bien pudo contribuir a su extremo envaramiento, que mantiene a lo largo de todo el espectáculo. Tampoco le ayuda, desde luego, la inserción de los cuplés histórico/reivindicativos que la espléndida Trinidad Iglesias canta, a telón corrido, con una picardía y un desparpajo auténticamente canallas y cabareteros. Retengo dos únicas escenas "dramáticas", con brío escénico y teatralidad: el robo de los fusiles en el cuartel de las Atarazanas y el momento final, muy en clave de melodrama a la antigua usanza pero con una idea efectiva y emocionante, que permite el lucimiento de Jeannine Mestre, cuando la madre cree (o finge creer) que su hijo, al pie del patíbulo, se va de viaje a México. Lo más singular de este texto y esta producción es que, para decirlo en una sola frase, hay más fuera que dentro. Fastidia un poco caer en la cuenta de que lo mejor de Flor de otoño, lo más claro y sugestivo, es su "fuera de campo": las proyecciones de las noticias que, entre escenas, nos informan del avance de la historia, contando en pocas líneas lo que la obra entera no acierta a contar. Para evitar ataques de anorexia se recomienda ampliar conceptualmente ese "fuera de campo" y acudir cenado al María Guerrero: Vida privada, de Sagarra, como plato fuerte, y Les nits de Barcelona, de Josep María Planas, a guisa de postre, serían un menú bastante apropiado.

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