Crítica:DANZA | 'Los siete suicidios de un gato' | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Desnudo amargo con violonchelo

El performer, músico y bailarín David Fernández (Madrid, 1976) presentó anteayer en La Casa Encendida de Madrid una nueva y diametral versión de su creación Los siete suicidios de un gato, mucho más elaborada y compleja, más rica de medios y con esa impronta entre urgente y desesperada que le distingue. El violonchelo electrónico y el sintetizador acoplado dan un toque desestructurado y ritual.

El personaje, su víctima y álter ego, aparece ahora más dibujado: es un hombre de grandes saberes: toca el violonchelo, baila, canta, tiene un idilio quimérico con Rostropóvi...

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El performer, músico y bailarín David Fernández (Madrid, 1976) presentó anteayer en La Casa Encendida de Madrid una nueva y diametral versión de su creación Los siete suicidios de un gato, mucho más elaborada y compleja, más rica de medios y con esa impronta entre urgente y desesperada que le distingue. El violonchelo electrónico y el sintetizador acoplado dan un toque desestructurado y ritual.

El personaje, su víctima y álter ego, aparece ahora más dibujado: es un hombre de grandes saberes: toca el violonchelo, baila, canta, tiene un idilio quimérico con Rostropóvich. Pero es un sin techo; lleva su carrito de supermercado, con sus desechos y con los que se fabrica una vida que son siete y que se borran, se esfuman en cuanto son esbozadas y compartidas.

El David errante no es de mármol (aunque a veces parece una estatua manierista), sino de una carne frágil y mortal, inspira cierta piedad desde la socarrona ironía que le asiste: no tiene compasión consigo mismo ni pudor, ni esperanzas. Le pasa a los locos y a los artistas, que a veces comparten cartel y denuedos. Con el micrófono puede pensarse que homenaje a Joseph Beuys y un sentido de la obra que se fagocita, se agota a sí misma cada vez. Es un trabajo de escena y de plástica serio, comprometido; espeso por voluntad y donde sólo se debilita el resultado por dejar demasiadas cosas al arbitrio, o al menos esa sensación llega al espectador, en el que se quedan en degradados fragmentos su obsesión por el desnudo, un narcisismo protofálico que a veces levanta sonrisas y otras da paso al estupor, a un contenido menos evidente donde la acción retoza con su mejor enemigo: el propio artista.

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