MUJERES Y HOMBRES | Ana María Matute | CULTURA Y ESPECTÁCULOS

La narradora del bosque

Cuenta en sus memorias el editor y escritor Ignacio Agustí que un buen día se presentó en su despacho una joven novelista que no quería firmar con su nombre y buscaba un seudónimo. La nueva autora se llamaba Ana María Matute y ya entonces, como se ve, intentaba ser otra. Venía de los armarios de su casa, donde solía encerrarse para imaginar mundos distintos en la oscuridad y disfrutar a la vez del olor a la madera que luego reconocía con placer en la viruta y en los desperdicios de la carpintería, tal vez recuperando uno de los olores del bosque. A lo mejor por eso, además de escritora se hizo...

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Cuenta en sus memorias el editor y escritor Ignacio Agustí que un buen día se presentó en su despacho una joven novelista que no quería firmar con su nombre y buscaba un seudónimo. La nueva autora se llamaba Ana María Matute y ya entonces, como se ve, intentaba ser otra. Venía de los armarios de su casa, donde solía encerrarse para imaginar mundos distintos en la oscuridad y disfrutar a la vez del olor a la madera que luego reconocía con placer en la viruta y en los desperdicios de la carpintería, tal vez recuperando uno de los olores del bosque. A lo mejor por eso, además de escritora se hizo carpintera con el tiempo. Y es posible que la carpintería la ayudara a afrontar esa otra forma de construcción que es la novela, en su caso exactas estructuras. Pero ahora la carpintera vocacional se ha jubilado y ha traspasado su banco, sus sierras mecánicas y sus brocas a otras manos que han de vivir de ellas. Abandonada su condición de obrera, se dedica en exclusiva a imaginarse en los otros o a sentirse otra al otro lado del espejo, que es lo que le ha permitido durante toda su vida la relación con sus sueños y el desarrollo de su trabajo con la imaginación para desmentir a quienes piensan, equivocados, que la cruel y feroz fantasía es dulce evasión.Y aunque desmienta a veces a unos o aclare algo a otros, cuando Matute habla de su obra no teoriza, cuenta; no lo hace con los materiales del crítico, sino con la experiencia de la creadora.

De la vida ha dicho -la suya cuenta 80 años recién cumplidos- que es, para ella, "una gran equivocación maravillosa"
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Parece de acuerdo con Milan Kundera cuando dice que la teoría de un novelista ha de ser siempre ágil y placentera, "conservando celosamente su propio lenguaje, huyendo como de la peste de la jerga de los eruditos". Matute es poco amiga de andar explicando las cocinas literarias y menos de emplearse a justificar su propia narrativa. Quizá por eso, y por pereza, ya no quiere dar conferencias; se sube a un estrado con alguien que le pregunte y contesta. Y cuando contesta, y lo hace a través de la descripción de lo que le ha pasado y lo que le pasa, y de lo mucho que ha leído, llega la lección de literatura de quien detesta la pedantería y ama la imaginación. Pero algo de las criaturas fantásticas de algunas de sus obras deben de ver en ella los jóvenes periodistas cuando buscan siempre el rastro de su propia vida en el territorio imaginado de su invención narrativa.

Y es que si uno no la hubiera visto ni escuchado jamás, sólo con leer a esta narradora del bosque -donde han brotado, según ella, todos los libros- sería fácil imaginarla como es: una niña. Y no porque su narrativa sea autobiográfica -sólo en su novela Primera memoria lo es un poco, y excepcionalmente, y parece que ahora en Paraíso inhabitado, su próxima novela, habrá algo así como un resplandor de autobiografía-, sino por lo que respondió el mes pasado en El Escorial cuando le volvieron a preguntar hasta qué punto su obra es autobiográfica. Contestó que ella está en todos sus libros. A todos ellos les es aplicable lo que el propio Proust dice en En busca del tiempo perdido: "En esta novela no hay un hecho que no sea ficción". Porque, en efecto, en todos sus libros está Ana María Matute, pero está su memoria transformada, la que da entidad, según ella, a lo que llamamos realidad. "Una memoria modificada" en los manuscritos que colorea con rotuladores hasta convertirlos en mapas de un sueño para entenderse mejor con ellos. De esa memoria viene la niña que siempre hemos visto en Ana María y hasta la que, por querer ser otra, deseó incluso ser niño.

De pequeña, en su finca riojana de Mansilla de la Sierra, solía tener las rodillas llenas de cicatrices, de tanto trepar por los árboles y caerse de ellos, sin llorar, como los chicotes con los que andaba. Se entendía bien con los muchachos, mejor que con las niñas de entonces, que le parecían "espantosas, horribles, mujeres recortadas a tijera". Ha contado que si imbéciles eran las madres de las niñas de la burguesía, sus criaturas lo eran todavía más, y encima ignorantes. Los niños de la aldea eran sus héroes, conocían de verdad la vida. Y dice que de ellos aprendió tanto como de la guerra. Las niñas y las monjas de su infancia, por el contrario, la hicieron sufrir. Y a pesar de que eso la llevara de pequeña a resistirse a ir a la cama, porque cerraba los ojos y veía un abismo, Matute no ha abandonado nunca su infancia. Está convencida de que el hombre es lo que queda de un niño y admite haberse quedado en los 12 años. A pesar de eso, tiene un hijo y una nuera, con los que vive feliz, pero también una perra bilingüe que se llama Ami y responde al catalán de la asistenta y al castellano de su ama. Y aunque nunca le gustaron las muñecas, viaja aún en compañía de un muñeco, algo deteriorado ya en la larga travesía de su vida, que su padre le trajo un día de Londres para que fuera desde entonces hasta hoy su confidente. Ese muñeco es el que más cosas podría contarnos de esta criatura que no nos extraña que sea juguetona, ni que su juego busque la seducción, que consiste en engañar con arte o maña; ni que sea coqueta, aunque sólo lo sea porque da señales sin comprometerse, igual que en el juego amoroso; ni que sea presumida, esmerada en su arreglo personal y en todo cuanto pueda hacerla parecer atractiva, como describe el diccionario a la coqueta. A Domingo Pérez Minik, que desde su excelencia de lector me indujo en mi adolescencia a leerla y a admirarla, le gustaba mucho la obra de Ana María Matute, pero asimismo las piernas muy elogiadas de la escritora, sus ojos hermosos, los labios prominentes de su juventud.

Cuando ahora se habla con ella de aquellos atributos de mujer se dibuja en su rostro un vago rictus de pudor, pero enseguida suspira mirando a lo alto y vuelve en el suspiro a la que fue. Luego no tarda, quizá para compensar cualquier pérdida, en referirse a las ventajas de la ancianidad. Una de ellas, la libertad que se gana. Aunque para decir lo que ha querido, ciudadana solidaria, si bien desconfiada de la política, nunca ha tenido la Matute muchos reparos ni contenciones. Alguna vez, con su peculiar gracejo, se le ha ido la lengua como a una niña terrible y traviesa y ha conseguido enfadar a los señores académicos, vecinos de su sillón, por heterodoxa o incorrecta, por juguetona. Pero, precisamente por juguetona, Matute, en lugar de confundir, despista. De modo que cuando parece más niña y se le dibuja una sonrisa cándida ya está dispuesta la adulta a sacar el aguijón. Y cuando lo saca, y espolea al mundo o al que tiene enfrente, con aparente dulzura, tampoco desaparece la sonrisa de la niña; son sus ojos los que se ocupan de manifestar a la crítica que lleva dentro, que no es incompatible con la pequeña.

Y, como gran escritora que es, cuando escruta al que le habla aparece la niña espía. Su inocencia, verdadera y perversa, suele esperar a que el interlocutor se confíe de la vulnerable y trate de avasallar a la menor para sacar su orgullo. Y por todas estas cosas, las más anecdóticas y las menos, no es fácil en su caso establecer fronteras entre literatura y vida: su vida ha sido y es la literatura. Cuando Pérez Minik me la descubrió en los años sesenta ya se hablaba de Matute para el Nobel, pero quizá no fuera lo mejor que se hablara de ella tan temprano para aquel premio. Ahora, de vez en cuando, se habla de ella para el Cervantes, y quizá tampoco lo obtenga, pero en este caso más por tarde que por temprano. No hay constancia, sin embargo, de que por niña mala quieran castigarla sin merienda y sin premio a toda una vida.

De la vida ha dicho -la suya cuenta 80 años recién cumpli-dos- que es, para ella, "una gran equivocación maravillosa"; una equivocación en la que le ha tocado sobrevivir al malo y al bueno, que es como distingue -medio broma y medio en serio- a los dos maridos que tuvo; una maravillosa equivocación, la vida, de la que Ana María Matute se ha despedido unas cuantas veces a regañadientes, para volver a ella, resucitada y fuerte, gracias a la literatura.

Ana María Matute, en su casa de Barcelona.MARCEL·LÍ SÁENZ

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