Columna

Recuerdos

La infancia ocurre siempre en verano y a las 4 de la tarde. Aprovechando la siesta de los mayores, los niños se quedan solos y descubren el mundo en esa hora de luz espesa, casi coagulada, que llega a detener el tiempo. Recuerdo mis paseos por el puerto de Motril, en los primeros años 60, junto al agua aceitosa y brillante, pisando minutos oxidados como las cadenas de los barcos, porque un segundo duraba un siglo y todo era igual a sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje. Aprendía las palabras del mar, palabras sometidas a sus sílabas y a mi pronunciación, sonidos y objetos inmutables, nombres de p...

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La infancia ocurre siempre en verano y a las 4 de la tarde. Aprovechando la siesta de los mayores, los niños se quedan solos y descubren el mundo en esa hora de luz espesa, casi coagulada, que llega a detener el tiempo. Recuerdo mis paseos por el puerto de Motril, en los primeros años 60, junto al agua aceitosa y brillante, pisando minutos oxidados como las cadenas de los barcos, porque un segundo duraba un siglo y todo era igual a sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje. Aprendía las palabras del mar, palabras sometidas a sus sílabas y a mi pronunciación, sonidos y objetos inmutables, nombres de peces y utensilios que llegaban a cada hablante sobre el tiempo infinito de la realidad, con sus oficios y sus leyes. La infancia permanece en el recuerdo, conserva su transparencia sólida de mundo cerrado, ese lugar inmune de las cuatro de la tarde y las cosas en su sitio. Envejecer significa todo lo contrario, descubrir que las cosas no tienen sitio, y no porque vayan surgiendo novedades al margen de nuestra experiencia, sino porque el orden y el suelo de nuestra realidad se deshacen como un papel de periódico en el agua. Llevo bien la ignorancia, no conocer a los cantantes de moda, mirar con absoluta lejanía los anuncios de televisión, comprobar las facturas de la vida en los cuerpos, ver mayores a mis amigos y ancianos a mis mayores, no saber de qué se discute en muchos corros. Pero me llena de pavor oír nuevas opiniones prehistóricas sobre asuntos que conozco bien y comprender que están llamados a perderse muchos logros que parecían definitivos. Eso sí convierte la vejez en un abismo.

Como si estuviese en un cine de verano, chupando caramelos de café con leche y viendo una película del Oeste, oigo a algunos jueces, políticos y periodistas hablar sobre la necesidad de someter los derechos individuales a la seguridad. Los buenos pueden tirar a matar. Noticias del Nodo, pensamientos que habíamos borrado gracias a una realidad europea y democrática que parecía definitiva. Hoy vuelven a la actualidad en una Europa dispuesta a vivir la democracia con la melancolía de los buenos recuerdos, y en un país que ha mezclado de mala manera a los políticos y a los jueces. La oposición critica al Gobierno por no tomar decisiones que sólo corresponden a los jueces, y el presidente del Consejo General del Poder Judicial comprende en público la obligación policial de saltarse la ley y pegarle 7 tiros en la cabeza al ciudadano sospechoso. ¿Y la democracia? Esto no es la tercera guerra mundial, sino mi vejez. Aunque tal vez me envejezca más que la Junta considere progresista al juez Méndez de Lugo y apruebe como cosa propia su reelección en el Tribunal Surperior de Justicia de Andalucía. Será que yo no entiendo sus declaraciones, su modo de opinar sobre la realidad. Y es que uno va perdiendo también la capacidad de entender y utilizar el lenguaje, sobre todo cuando se aferra al significado de las palabras aprendidas en la juventud. Derecho, separación, poderes, libertad, justicia, crimen, son conceptos que van a cambiar de mundo, para no quedarse tan viejos como yo, que inicié la vida dispuesto a conseguir todas las utopías, y ahora me conformo con calentarme en la hoguera de Jueces para la Democracia. Y con que la policía no me pegue 7 tiros cuando paseo junto al mar.

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