Columna

Fraga: fin de carrera

La previsible derrota de Manuel Fraga en las elecciones gallegas de mañana viene a cerrar la más sugestiva de las trayectorias seguidas por los componentes de la clase política del franquismo. Y no sólo por su significación pública, sino también por la personalidad del todavía presidente, incluido ese don de lograr el aplastamiento dialéctico del oponente con una conjugación de rústicas agresividad y malicia, revestidas de buen sentido. Un estilo que por ahora carece de herederos en Galicia con la excepción tal vez, en otros horizontes ideológicos, de Antxon Losada.

A quienes tuvimos la...

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La previsible derrota de Manuel Fraga en las elecciones gallegas de mañana viene a cerrar la más sugestiva de las trayectorias seguidas por los componentes de la clase política del franquismo. Y no sólo por su significación pública, sino también por la personalidad del todavía presidente, incluido ese don de lograr el aplastamiento dialéctico del oponente con una conjugación de rústicas agresividad y malicia, revestidas de buen sentido. Un estilo que por ahora carece de herederos en Galicia con la excepción tal vez, en otros horizontes ideológicos, de Antxon Losada.

A quienes tuvimos la ocasión de conocerle en su etapa académica anterior a 1962, nos sorprendía ya la mezcla de espíritu de trabajo, apertura intelectual al conocimiento de la realidad europea (y en particular británica), obsesión por implantar en sus clases una disciplina casi militar (a mi me ordenó una vez "¡cuádrese!" por encogerme de hombros ante una respuesta suya desabrida: no tuvo suerte. Yo no había hecho la mili), y estampa al mismo tiempo tecnocrática y autoritaria. Se sabía los temas de pe a pa, pero lo mismo que le sucediera en sus primeros tiempos de líder conservador en la democracia, era el suyo un discurso mecánico y sin matices propio del opositor, como si tuviera que soltarlo todo en un tiempo acotado, comiéndose las palabras. Esa imagen escasamente atractiva encajaba bien con la ambición visible de alguien que contemplaba tanto la vida política como la académica al modo de un cursus honorum, donde la subida de cada peldaño preparaba la del siguiente. Su vocación de ministrable era reconocida por todos. Recuerdo la chirigota que montaron los estudiantes de Políticas y Económicas en vísperas de su ascenso, aprovechando el agonizante Paso del Ecuador. El sainete presentaba de forma bastante grosera a una gorda llamada Friega y Barre, cuyas metas eran recogidas en un estribillo: "No hay engaño, no hay misterio: va buscando un ministerio". Pocos meses después, Fraga se convertía en el ministro de Información y Turismo por antonomasia.

Fue la ocasión para apreciar los méritos y los defectos de Fraga, un hombre leal al franquismo, siempre un punto brutal, pero consciente de que el régimen debía adaptarse a un marco europeo democrático, introduciendo una libertad vigilada en la prensa y un pluralismo político limitado. Su gestión como ministro y sus proyectos de reforma tendían claramente a la reconversión de la dictadura cesarista en un régimen autoritario. Franco no estaba dispuesto a respaldar ese propósito y la dictadura sólo murió con la muerte física del general, lo cual no significa que la ley de prensa de Fraga fuera irrelevante. El ensayo terminó en todo caso penosamente, con un comportamiento estrictamente vil del "aperturista" ministro al producirse la muerte del estudiante Ruano y entrar en vigor el estado de excepción de enero de 1969. Su regreso temporal al Gobierno, ahora con el primero de la monarquía, confirmó que en nuestro Fragamanlis, como entonces se le llamaba comparándole con el líder conservador griego, había aún demasiado lastre represivo, propio del franquismo.

Tras el nuevo fracaso, confirmado con el liderazgo inicial de Alianza Popular, la dimensión realista volvió a tomar la delantera, incluso con el reconocimiento de que su pasado forjaba un techo infranqueable para los "populares". Hay que acreditarle, como luego a Aznar, con el mérito de haber encauzado el ingreso del franquismo sociológico en el régimen democrático. Hasta que llega el prolongado epílogo gallego que le permite mostrar de nuevo la capacidad para conciliar un espíritu tecnocrático con la adecuación a formas autoritarias, en este caso clientelares, de poder. El verdadero problema surgió aquí ante la inexistencia de un sucesor claro, cuya propia aparición resultaba imposible teniendo en cuenta la solidez de las redes clientelares del PP. De nuevo el balance dista de ser unívoco. Fraga ha dado pruebas de su independencia de criterio, respecto de Aznar en el caso Prestige, donde también resbaló él mismo, o en la relación con Cuba, y a su modo y quizá contra su voluntad ha contribuido a la construcción nacional gallega desde la gestión de la autonomía, e incluso desde los errores de esa gestión. Ahora esperemos el relevo, mientras la manifestación de los obispos y del PP en Madrid nos devuelve al pasado.

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