Columna

Gotha global

Vamos a más. Dicen las crónicas que en el funeral del papa Wojtyla es la primera vez en la historia que hemos podido ver juntos a tantos poderosos. Jefes de Estado, primeros ministros, ministros, dignatarios, príncipes, reyes, dirigentes espirituales... mandatarios de la tierra se han juntado con las testas coronadas de la espiritualidad para ofrecer el espectáculo único, irrepetible, aleccionador, del nuevo gotha global. Si no se hubiera inventado la televisión difícilmente esa magna reunión romana se habría celebrado: la televisión ha corroborado así su inmensa capacidad de convocatoria y su...

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Vamos a más. Dicen las crónicas que en el funeral del papa Wojtyla es la primera vez en la historia que hemos podido ver juntos a tantos poderosos. Jefes de Estado, primeros ministros, ministros, dignatarios, príncipes, reyes, dirigentes espirituales... mandatarios de la tierra se han juntado con las testas coronadas de la espiritualidad para ofrecer el espectáculo único, irrepetible, aleccionador, del nuevo gotha global. Si no se hubiera inventado la televisión difícilmente esa magna reunión romana se habría celebrado: la televisión ha corroborado así su inmensa capacidad de convocatoria y su inmenso poder.

En este caso, la religión católica y hasta la muerte del Papa han sido una bella excusa para otro guión. Lo que importaba era la conexión de todo el planeta entorno a la exhibición de poder global que, a través de la religión de la imagen, elabora la agenda de intereses colectivos. Tras los Juegos Olímpicos, los Oscar y algún que otro evento multimasivo, faltaba la prueba definitiva del poder de la televisión: la concentración de todo el poder del mundo en un escenario adecuado. Exhibiendo juntos a los protagonistas del poder terrenal y espiritual, que centran, día tras día, las noticias, el interés mediático y la religión de la imagen, la televisión se homenajea a sí misma. Hasta aquí hemos llegado con nuestras producciones: nuestra capacidad de convocatoria toca el cielo.

El del Vaticano es el escenario idóneo para hablar de esa nueva comunión de los santos que es el encuentro televisivo entre actores y espectadores, entre protagonistas y mirones, entre poderosos y pueblo llano. Esto explica con precisión la función sacerdotal del periodismo actual: por ello en Roma ha habido tantos periodistas como guardaespaldas y jefes de protocolo, profesiones que velan por el correcto discurrir del guión que protagonizan los grandes actores del espectáculo cotidiano televisivo. Que la excusa haya sido la muerte de uno de ellos, el más longevo y espectacular, encaja perfectamente con el mensaje de la religión de la imagen: la visibilidad mediática es el premio; el anonimato el castigo. Lo que no sale por televisión no existe: la televisión no intermedia, toma partido, dirige. El Papa muerto seguirá vivo mientras la televisión le recuerde: esta es la inmortalidad.

Que hoy la vida discurre, en buena medida, en la televisión, puede aún escandalizar pero nadie lo duda. La cualidad de la visibilidad va más allá del rito desde hace mucho tiempo. "Lo que nadie conoce apenas si existe", escribió Apuleyo en sus Metamorfosis (10, 3, 6). "Lo que no se ve es como si no existiera", apostilló Baltasar Gracián, siglos después, en El arte de la prudencia (página 130). Nuestra época, por la vía de la cultura de la imagen, ha hecho realidad esa quimera: existir es ser visible, dejarse ver. El silencio, la ausencia de imágenes, es la muerte, piensan tantos contemporáneos que la misma televisión que exhibe a los poderosos se deleita ante los rostros anónimos de quienes se emocionan con el espectáculo romano. Actores con nombre y actores anónimos: presencias pedagógicas complementarias. El mensaje se cierra con una moraleja claramente moral al silencioso espectador: confíanos tu mirada, tus sentimientos, y te daremos la vida.

La fascinación de la gigantesca superproducción tiene el valor sobreañadido de la realidad, del directo: esto está realmente sucediendo. La televisión, pues, es también una fábrica de historia. Una historia contemporánea con unas reglas, según lo visto en Roma, clarísimas: o estás en el Vaticano o no estás, o estás en Roma o no estás, o ves la televisión o no la ves, o estás vivo o muerto. El estado del outsider mediático es el peor: intolerable rebeldía. Ya lo dijo, en 1960, Guy Debord: "El gobierno del espectáculo (...) es el amo absoluto de los recuerdos".

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