Reportaje:HISTORIA

El Plaza se desplaza

En 1961 viajé de la ciudad de México a Nueva York para escribir un reportaje sobre la reñida elección Kennedy-Nixon. Me alojé en el hotel Plaza y, mientras yo entraba, salía un discreto cortejo fúnebre. ¿Quién había muerto? Al día siguiente lo supe. En la página necrológica de The New York Times se anunciaba el deceso de la más antigua habitante del hotel Plaza, una señora casi centenaria que allí vivía desde fines del siglo XIX. El obituario destacaba las palabras finales de la anciana mujer, minutos antes de expirar:

-The Plaza ain't what it used to be.

El Plaza ya no er...

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En 1961 viajé de la ciudad de México a Nueva York para escribir un reportaje sobre la reñida elección Kennedy-Nixon. Me alojé en el hotel Plaza y, mientras yo entraba, salía un discreto cortejo fúnebre. ¿Quién había muerto? Al día siguiente lo supe. En la página necrológica de The New York Times se anunciaba el deceso de la más antigua habitante del hotel Plaza, una señora casi centenaria que allí vivía desde fines del siglo XIX. El obituario destacaba las palabras finales de la anciana mujer, minutos antes de expirar:

-The Plaza ain't what it used to be.

El Plaza ya no era lo que antes fue. Las palabras de la huésped más antigua volvieron a mi memoria al saber que el Plaza no sólo no será lo que antes fue. Ahora, ya no será. El hotel más famoso, el más identificado con La Gran Manzana, será convertido en condominios.

Se va el hotel Plaza y me quedan escenas, memorias inseparables de mi propia vida. En el Oak Bar se sirvieron, durante largo tiempo, los mejores 'martinis' de Manhattan
Especie de puerto y puerta de Manhattan, en el Oak Bar daba y me daban cita. La última conversación con Susan Sontag. La primera cita con Shirley MacLaine y Gore Vidal

Adiós al movimiento agitado de sus entradas y salidas, sus salones de recepción, sus bares y restoranes, todo ello síntesis e ilustración de la vitalidad de la ciudad, espejo de sus nostalgias, esperanzas, refinamientos y vulgaridades. Entrar al Plaza era evocar la historia entera de "la Babel de Hierro". De una u otra manera, en atmósferas, perfiles, mixturas, premuras, anhelos, en los espacios públicos del Plaza estaban presentes las 18 lenguas que ya se hablaban en Nueva York en el siglo XVII, estaban los fundadores holandeses de Harlem, los italianos de Little Italy, los chinos de Chinatown, los alemanes de Greenwich Village, los negros que luego tomaron Harlem, los puertorriqueños, los mexicanos...

Nueva York nunca pudo mantener un carácter cerrado o inventarse, por más que lo intentó, una aristocracia. Los Harriman, los Vanderbilt, los Rockefeller pudieron ofrecer cenas a caballo en los grandes hoteles anteriores al Plaza. El Plaza mismo sólo reflejaba la realidad de una urbe inventada por el común de la gente. No la sangre, ni la antigüedad, ni siquiera el dinero, aseguraban los rangos del Plaza: el hotel era el espejo de una ciudad empeñada en ganarse la vida para ignorar la muerte. Carrera de ratas, ciudad que impone su propio veloz ritmo al visitante apenas consciente de que al llegar a Nueva York y entrar al Plaza, ha caído en un remolino de prisas, ambiciones, traiciones e idealismos propios del gran Melting Pot, el crisol norteamericano cuya primera estancia es Nueva York; el primer alojamiento, la barriada migratoria, y la meta habitacional, una suite en el Plaza.

Los mejores 'martinis'

Se va el hotel Plaza y me quedan escenas, memorias inseparables de mi propia vida. En el Oak Bar se sirvieron, durante largo tiempo, los mejores martinis de Manhattan. Luis Buñuel me lo decía: "Pido firmar mis contratos en Nueva York porque quiero beberme un martini en el Plaza. Especie de puerto y puerta de Manhattan, en el Oak Bar daba y me daban cita. La última conversación con Susan Sontag. La primera cita con Shirley MacLaine y Gore Vidal. Una de muchas citas con los Arango antes de subir al baile anual de la Sociedad Hispánica y darle la mano en Nueva York a Pasqual Maragall, Jesús de Polanco, Leopoldo Rodés: el Plaza era rendez-vous español y seguramente -lo anunciaba el calendario de bailes, comidas, inauguraciones- de todas las naciones, razas y lenguas del mundo. Y si alguien salía triste o derrotado por la implacable velocidad y consumación del deal, el negocio, la puñalada trapera, ahí estaba, al pie de los ascensores, el gran óleo de la traviesa niña Eloise, la más pequeña y permanente huésped del Plaza. Eloise era la sonrisa del Plaza.

Y sin embargo, ¿qué rememora mejor al hotel que se nos va que su referencia constante en el cine, el teatro, la novela? Hay un Plaza eróticamente cómico puesto en escena en el Plaza Suite de Neil Simon. Pero hay un Plaza románticamente nostálgico y sentimental en la escena final de The way we were, la cinta de Sydney Pollack, cuando Barbra Streisand y Robert Redford, jóvenes amantes de los dinámicos años treinta de Roosevelt -ella, comunista para siempre; él, novelista pasajero-, vuelven a encontrarse en los adormilados años cincuenta de Eisenhower, piensan en lo que pudo ser, saben que ya nunca serán lo que fueron y se separan. Él, del brazo de una ninfeta insulsa, entra al Plaza. Ella, distribuyendo panfletos contra la bomba H, se queda fuera. Y todo lo resume, con íntima tristeza, tanto reaccionaria como revolucionaria, la voz de Streisand cantando The way we were.

Cada uno tiene una memoria favorita del Plaza. La mía, por supuesto, es literaria. En una pieza grande y sofocada, una tarde del ardiente y pegajoso verano neoyorquino, Daisy Buchanan y su estúpido marido Tom se reúnen en un cuarto sin aire del Plaza con Tom Carraway, el narrador de El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, y el propio Gatsby. Es un juego insoportable de celos y provocaciones, esnobismo de unos y fuerza pura y retenida de otros, recorrido subterráneamente por una corriente erótica que une a Gatsby para siempre a Daisy, pero a Daisy sólo por una temporada a Gatsby.

Ser alguien

Es una de las escenas culminantes de la narrativa norteamericana (y mundial). El frívolo deseo de alquilar una suite en el Plaza con cinco salas de baño y varios mint juleps helados se convierte en escenario del melodrama del sueño americano. Ser alguien. Ascender y defenderse de quienes nos quieren bajar del pedestal. Sin darnos cuenta de que en el camino que nos aleja de Nueva York y el hotel Plaza, un par de anteojos gigantes nos miran todo el tiempo. Son los ojos de Dios mirando a Nueva York. Pero Dios está miope. Dios se llama el doctor T. J. Eckleburg.

"Mujeres que pasan por la Quinta Avenida. / Tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida". La estrofa del poeta mexicano José Juan Tablada parece dirigida desde una ventana del hotel Plaza, mirando entrar a una joven flapper de la era del jazz que desciende de un Issota-Fraschini descubierto y sale, medio siglo después, en un féretro negro rumbo al cementerio de Forest Park.

"Así fuimos", "The way we were". "El Plaza ya no es lo que antes era". "The Plaza ain't what it used to be".

Nosotros tampoco.

Entrada principal del Plaza, hoy transformado en una combinación de apartamentos, tiendas y un pequeño hotel.AP

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