Columna

La muerte

Estos últimos días, cuando oigo o leo las noticias sobre la salud del Papa, a menudo siento lo mismo que cuando veo en televisión el pronóstico del clima en mitad de una sequía de un montón de meses de duración, y el meteorólogo sonríe con expresión gozosa y dice: "¡Sigue el buen tiempo! ¡Ni una nube en España!". Es decir, me siento estupefacta. Como si habláramos un idioma distinto, como si alguno de los dos fuera un marciano.

Lo mismo me sucede con Juan Pablo II. Todas esas plegarias en el mundo para que recobre la salud, y ese aire de felicidad con que se informa de que ha superado l...

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Estos últimos días, cuando oigo o leo las noticias sobre la salud del Papa, a menudo siento lo mismo que cuando veo en televisión el pronóstico del clima en mitad de una sequía de un montón de meses de duración, y el meteorólogo sonríe con expresión gozosa y dice: "¡Sigue el buen tiempo! ¡Ni una nube en España!". Es decir, me siento estupefacta. Como si habláramos un idioma distinto, como si alguno de los dos fuera un marciano.

Lo mismo me sucede con Juan Pablo II. Todas esas plegarias en el mundo para que recobre la salud, y ese aire de felicidad con que se informa de que ha superado la traqueotomía... ¿De verdad soy la única que percibe algo obsceno en este exhibicionismo de la agonía pontificia, en este arrastrar y arrastrar ese pobre cuerpo roto más allá de lo sensato, de lo caritativo y de lo digno, más allá de lo que uno desearía para alguien querido, más allá de lo que yo desearía para mí misma?

Los seres humanos somos seres definidos por la muerte. Todo lo que hacemos lo hacemos contra la inmensa oscuridad que nos espera: amar, crear, mentir, lanzar opas hostiles, conquistar imperios o parir. La nada de la muerte es nuestro todo, hasta el punto de que creo que un buen final puede justificar una existencia entera. Hace un par de meses falleció Iván Noble, un periodista inglés de la BBC que se hizo famoso porque en 2002, tras haberle sido diagnosticado un tumor cerebral, comenzó un blog (un diario escrito en Internet) sobre su lucha contra ese cáncer que al final ha acabado con él a los 37 años. He aquí el ejemplo de una muerte digna que nos ayuda y enseña. Pero ese anciano destrozado que parece empeñado en ser eterno y que mantiene reservada (y vacía) una planta entera de un hospital a su servicio, ¿no resulta un poco aterrador? Con el agravante de que la finalidad de las religiones consiste, justamente, en la intermediación con el Más Allá, en la aceptación de la herida de la muerte y su cauterización con la idea de la Otra Vida. Claro que también es posible que sea el entramado de poder que rodea al Papa quien le mantenga despiadadamente vivo, para gestionar las componendas finales. La verdad, no sé cuál de las dos posibilidades me resulta más triste.

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