Columna

Derroche

Un presidente de Diputación y seis ex altos cargos públicos, entre ellos un delegado del Gobierno y varios directores y secretarios generales de los ministerios de Sanidad y Agricultura y de la Generalitat, imputados al norte; un alcalde y dos concejales, además del ex gerente de una empresa municipal, imputados al sur; y más al sur aún, donde un ex alcalde que fue consejero está a la espera de ingresar en prisión por una condena de malversación y falsedad, se destapa ahora un interventor municipal que reconoce haber distraído dinero y denuncia directamente la corrupción en el Ayuntamiento. La...

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Un presidente de Diputación y seis ex altos cargos públicos, entre ellos un delegado del Gobierno y varios directores y secretarios generales de los ministerios de Sanidad y Agricultura y de la Generalitat, imputados al norte; un alcalde y dos concejales, además del ex gerente de una empresa municipal, imputados al sur; y más al sur aún, donde un ex alcalde que fue consejero está a la espera de ingresar en prisión por una condena de malversación y falsedad, se destapa ahora un interventor municipal que reconoce haber distraído dinero y denuncia directamente la corrupción en el Ayuntamiento. La Diputación de Castellón y los Ayuntamientos de Alicante y Orihuela, con sus Fabra, Díaz Alperi, Cartagena y Medina, son jalones de un mapa de la gestión bajo sospecha que el PP parece tomarse como un asunto menor, asumible ante la opinión pública. ¿Lo es? ¿Puede sostenerse, sin el menor reflejo de dignidad para intentar deshacerse de ese lastre, la credibilidad de una ejecutoria de Gobierno? El supuesto tráfico de influencias del caso Fabra, el desfalco que se investiga en el caso Mercalicante y las graves acusaciones de pago de facturas falsas y sobrecostes en obras lanzadas por el interventor de Orihuela, que constituyen un material de interés indudable para la fiscalía, oscurecen la política de los populares hasta el extremo de hacer inquietante la definición precisa de sus límites. Es evidente que la derecha abandonó hace tiempo la clásica virtud pública de la austeridad. Por eso sus dirigentes elogian sin matices el derroche que engrosa la deuda colectiva (lo ha dicho el portavoz del Consell en una entrevista: "Nos hemos endeudado para hacernos ricos") mientras los cargos institucionales tratan de maximizar sus ingresos. Por eso no sienten vergüenza de promover grandes rascacielos (lo hizo el presidente de la Generalitat el sábado de nuevo ante unas maquetas del arquitecto Santiago Calatrava) para proyectos, como la Ciudad de las Artes y las Ciencias, cuyos costes han superado con creces cualquier magnitud razonable. El problema es grave: ¿Dónde acaba de depreciarse del todo la austeridad y empieza a hacerse elástico el baremo de la mínima honestidad exigible?

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