Cartas al director

Betancourt y Guantánamo

Sabemos que se llama Ingrid Betancourt y que fue secuestrada hace tres años en Colombia junto a su amiga y asesora, Clara Rojas, quien no quiso dejarla sola cuando un grupo de guerrilleros de las FARC se la llevaron a algún lugar de la selva tropical. Desde entonces, todos los intentos por rescatar a esta ex candidata a la presidencia y ciudadana francesa han resultado baldíos.

Las reglas del juego hacen coherente que un grupo guerrillero, subversivo, ilegal, enemigo de la democracia, etcétera, recurra a ese tipo de acciones como parte de sus actividades generales en busca de sus objeti...

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Sabemos que se llama Ingrid Betancourt y que fue secuestrada hace tres años en Colombia junto a su amiga y asesora, Clara Rojas, quien no quiso dejarla sola cuando un grupo de guerrilleros de las FARC se la llevaron a algún lugar de la selva tropical. Desde entonces, todos los intentos por rescatar a esta ex candidata a la presidencia y ciudadana francesa han resultado baldíos.

Las reglas del juego hacen coherente que un grupo guerrillero, subversivo, ilegal, enemigo de la democracia, etcétera, recurra a ese tipo de acciones como parte de sus actividades generales en busca de sus objetivos. Digamos que está en su naturaleza. Las reacciones ante este secuestro han sido variadas; las protestas, numerosas, e incluso internacionales. El presidente Uribe no parece tener voluntad política para facilitar el canje de Betancourt y otras decenas de secuestrados por 500 miembros de las FARC presos en distintas cárceles colombianas.

En Guantánamo, por su parte, hace más de dos años que viven en el limbo legal, jurídico y humanitario varios centenares de prisioneros de la guerra en Afganistán, excedentes humanos talibanes de una contienda olvidada por todos. Están en manos de un país democrático, respetuoso del Estado de derecho, cuyos habitantes cuidan a sus perros como si fuesen deidades egipcias y, a veces, los utilizan para amenazar a los enemigos de la libertad. Sin embargo, nadie conoce el nombre de esos prisioneros que viven en jaulas, en muchos casos con los ojos vendados gran parte del día y sometidos a interrogatorios rutinarios para mantener la ficción del montaje. El responsable de esa situación no vive en la selva ni se viste con un uniforme de camuflaje. Calza botas vaqueras, reza todos los días por el bienestar de las multinacionales de sus amigos y, en estos días, se pasea por Europa estrechando la mano de los cómplices silenciosos de su cruzada contra el mal. El encanto de la posmodernidad resulta realmente irresistible.

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