Columna

Botànic

A veces los arquitectos tienden a concebir la ciudad como una superposición de perspectivas y volúmenes sin reparar en la naturaleza que la sostiene. La ciudad es una deriva del alma, está en nuestro interior, son inviernos y atardeceres que llevamos dentro, lugares atravesados por una luz, un paseo de acacias, el aguijón de un perfume, la lluvia, todo lo que recordamos y no cabe en el cuaderno gris de la contabilidad inmobiliaria.

El jardín botánico de Valencia con sus invernaderos modernistas y los senderos cubiertos de hojas, hoy amenazado por lo más crudo de la especulación, represe...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

A veces los arquitectos tienden a concebir la ciudad como una superposición de perspectivas y volúmenes sin reparar en la naturaleza que la sostiene. La ciudad es una deriva del alma, está en nuestro interior, son inviernos y atardeceres que llevamos dentro, lugares atravesados por una luz, un paseo de acacias, el aguijón de un perfume, la lluvia, todo lo que recordamos y no cabe en el cuaderno gris de la contabilidad inmobiliaria.

El jardín botánico de Valencia con sus invernaderos modernistas y los senderos cubiertos de hojas, hoy amenazado por lo más crudo de la especulación, representa el espacio recuperado de las estaciones perdidas, porque dentro de él el tiempo transcurre de otro modo y cualquiera puede bajar andando a media tarde por la calle Quart hasta el huerto de Tramoyeres con la excusa de haberse olvidado el reloj en casa y, sentado en un banco, esperar a que aparezca una brisa que nos lleve de vuelta a los veinte años, o un amor antiguo que todavía sigue paseando por allí. O tú mismo leyendo un libro en otro tiempo.

Se sabe que la forma de una ciudad (sobre todo si aspira a albergar la Copa del América) cambia más rápidamente que el corazón de un mortal. Por eso, antes de quedar definitivamente sepultadas por los nuevos edificios, es en el corazón de sus habitantes donde las viejas ciudades sobreviven. Decía Julien Gracq que la primera y más honda impresión que le produjo Nantes cuando tenía once o doce años no fueron las calles del barrio donde vivió, ni los braseros de las castañeras, ni el rumor de los tranvías, sino la fabulosa fronda coronada por las copas de los magnolios del jardín botánico que se elevaba como un oleaje emboscado por encima del patio del colegio. En las mañanas de primavera los olores vegetales saltaban la tapia para inundar las aulas y los dormitorios de los alumnos internos de parte a parte con el barrido amarillo del sol y esa subida congestiva de savia representaba para él la sugestión secreta, casi erótica, de la ciudad.

Anne Michaels imaginaba el otoño dibujando el alambre rojo de los arbustos contra el cielo, respirando dentro de las ramas como si sus huesos fueran cedros. La pintora Paula Becker en los bosques de Worpswede se vestía de blanco para reflejar la última luz con el pincel en la mano. En el huerto de los jesuitas de Valencia el poeta Gil Albert leía a Góngora y sus versos se unían al perfume de la tierra recién removida. Muchos años después un chaval de quince años fotografió por última vez las cúpulas desnudas de los árboles en invierno como si fueran los nudos apretados de la vida que no le dio tiempo a vivir. Se llamaba Bruno y sus imágenes ilustran el tríptico con las bases del concurso de fotografía convocado por la agrupación Salvem el Botànic.

Cualquier sábado como éste una pareja de adolescentes con jersey y vaqueros, caminando abrazados bajo la luz de febrero, es capaz de inventar con su paseo un espacio de sensualidad libre allí donde otros no ven más que superficies edificables. El sol recrea en la niebla una atmósfera recién estrenada. Como Julien Gracq también ellos van respirando esa sugestión secreta, casi erótica, que es el alma de una ciudad. Pero incluso el alma puede ser pasto de los tiburones.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En