Crítica:LOS NUEVOS

Paciencia y barajar

Continúa el debut de autores prematuros, adeptos a las mañas fáciles, engrasados contra toda exigencia artística, que precipitan el fruto de su inventiva, sin confrontarla en ningún espejo, en la abarrotada lista de libros prescindibles. Vienen aleccionados por editoriales que, casi marginales, no proponen ninguna renovación de valores o una actitud heterodoxa, sino el acatamiento a la esponjosa convención. Y habrá quien se queje de que no se les trata con benevolencia y respeto. La crítica se ejerce en una aduana de libre comercio, pero no es un sellado de mercancías, sino una verificación de...

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Continúa el debut de autores prematuros, adeptos a las mañas fáciles, engrasados contra toda exigencia artística, que precipitan el fruto de su inventiva, sin confrontarla en ningún espejo, en la abarrotada lista de libros prescindibles. Vienen aleccionados por editoriales que, casi marginales, no proponen ninguna renovación de valores o una actitud heterodoxa, sino el acatamiento a la esponjosa convención. Y habrá quien se queje de que no se les trata con benevolencia y respeto. La crítica se ejerce en una aduana de libre comercio, pero no es un sellado de mercancías, sino una verificación de la manufactura en tránsito, o si se quiere, un control de calidad. A lo largo de casi dos años, mes a mes, esta sección ha sido invadida por libros gobernados por la estrechez estilística, la irreflexión y la ineptitud. Ha sido una labor paciente, a la espera de una reverdecida capacidad de sentir, que no se ha encontrado, si bien algunos hallazgos, óptimos por escasos, compensaron el triste panorama. De los libros recibidos, se liberan dos títulos con arraigo literario. Con ellos este crítico clausura el largo diálogo con los nuevos autores.

Óxido, de Lara López (Cádiz, 1967), sugiere sin apenas información una historia de desafección, una pasión no vivida del todo, pero ya inútil, que se diría que se construye a medida que se desmorona en la memoria. La discreción, el sigilo expresivo con que la narradora reconstruye sensaciones, momentos y expectativas, se antepone a cualquier forma de sensiblería, a que tan propensos son estos dramas personales. "Alguien se rió", escribe, "diciendo que las historias de amor no se contaban. Y yo estuve de acuerdo". Así, pues, no cuenta, sino que insinúa, y es admirable que logre transmitir con elementos mínimos -unas tijeras, unas fotografías, vagas referencias caseras- un estado anímico de decepción, al tiempo que resalta la necesidad de ánimo y superación. Se trata de una historia que prácticamente no existe; más poética que narrativa, sin embargo desdeña los efectos poéticos, provocando un vacío muy convincente con su renuncia a ser explícita. Aunque el convenio de la autora con la formulación tácita es abusiva -frente a esa exigua retórica el lector tiene que suplir demasiadas cosas-, hay que celebrar la aparición de Lara López, y tal vez emplazarla a que se decida, más adelante, a desprenderse de sospechosos minimalismos con una tarea de más envergadura.

La adolescencia de barrio,

sombría y pobre, no es un asunto que actualmente merezca mucha atención. Tal vez porque difícilmente se pueden evitar las resonancias de posguerra del grupo del cincuenta, y la influencia de las admirables páginas que Juan Marsé ha dedicado al tema. Es palmario que la posguerra se extendió hasta la muerte de Franco; de ahí que varias generaciones hayan vivido experiencias muy parecidas en épocas distintas. Autos de choque, de Rodolfo Notivol (Zaragoza, 1962), recupera ese periodo, enmarcado en los primeros años de la década del setenta en un barrio obrero de Zaragoza, sin caer en nostalgias ni edulcorar la crudeza y la desazón sufridas en una sociedad cuya mayor eficacia era administrar la humillación. Y lo hace sirviéndose de un estilo conciso, transparente, de línea clara, a través de una sucesión de historias y estampas, a manera de cuentos que conforman una novela de costuras rotas, pero muy bien armada. El ambiente familiar, los juegos de calle, las cuadrillas de amigos, la iniciación del sexo, el hechizo del cine y de los tebeos, los desmontes de los arrabales, la crueldad de las machadas -la imposición tribal de matar un perro con una gran piedra-, los ritos de iniciación, el hallazgo de una lealtad que no se comprende, todos los temas propios de la adolescencia están aquí expuestos con una nítida precisión. Notivol escribe muy bien sobre lo vivido, y se ve que lo recupera para compartir el origen y no tener que depender de él. Autos de choque es así una crónica generacional, un ejercicio de memoria común y un homenaje al barrio de Montemolín, en las afueras de Zaragoza, cuyas calles, tiendas, bares y esquinas se ciernen sobre los personajes con una áspera tiranía de la que hubieran querido escapar. De ahí que lo más valioso del libro sea la mirada comprensiva del narrador sobre los adultos: ojos adolescentes que adivinan la miseria general y se reconocen en una aflicción que no ha tenido ninguna recompensa.

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